EL GATO HENRY CONOCE AL CURIOSO IMPERTINENTE

foto gato

Tenemos un gatito desde hace una semana. La otra tarde, pasábamos por la casa que está al borde de la curva, de camino a Barriopalacio. Fue Edelmiro el que nos lo ofreció, y cuando nos quisimos dar cuenta, León le había puesto el nombre de Henry y su hermano mayor asentía entusiasmado. Ya éramos cinco en casa. Imaginé lo placentero que sería disponer de un tiempo largo y pausado para observar a este animal, y verlo crecer; pero de inmediato, me puse a buscar en internet información sobre gatos. Lo tenía delante de mí, enfocándome; si hubiera querido saber solamente de Henry, hubiese bastado con devolverle la mirada y no quitarle los ojos de encima.

Pero al contrario que Tomás el apóstol, no confío exclusivamente en mis ojos. En realidad, ¿por qué habría de existir conflicto entre la pura observación y el divagar sobre el ser amado, en cualquiera de sus formas? Esto es lo que hacemos cuando leemos, vemos películas, o atendemos historias sobre terceras personas. En cualquier caso, no me limitaría a mirar a Henry; tomaría atajos; de esa forma, tal vez ganase tiempo, además de entretenerme y distraerme. Así que leo aquí y allá en algún blog de gatos. Le doy la espalda mientras escribo estas notas.

Ayer fuimos a desparasitarlo. En su primera visita a la veterinaria, disparo a quemarropa: «¿se puede besar a un gato en los bigotes? Lo digo sobre todo por los niños». Esto último era una verdad a medias. En aquella consulta, teníamos puesta la mascarilla. Me sentía en desventaja, pues solo puedo interpretar el rostro de una persona mirándole al morro, al hocico. Es lo que mejor conozco, se me da bien. Para mí, los ojos son un complemento inquietante, más o menos oscuro. En fin, con esto de las mascarillas, tendré que empezar de cero. Por fortuna, era una veterinaria expresiva. Los ojos le hacían chiribitas, mientras nos contaba que tenía gato en casa, y que había que besarlo, «nada que temer, siempre que esté vacunado y sea un gato doméstico». Sus ojos castaños y una voz cálida y amable se daban de tortas con la mascarilla; me fijé en cómo su aliento inflaba y desinflaba la tela al ritmo de su respiración, formando un dibujo que yo trataba de desentrañar, y así hallar indicios de no se sabe qué. Me divirtió completar esos ojos pizpiretos con una boca de mi invención. Ya se sabe, el juego que da la veladura, lo insinuado. Juraría que tenía una cara bien simpática.
Por la noche, consulto a un par de amigos que tienen gato -pienso en Likal, en Oihana-, y que tienen algo de gato, y que quisieran parecerse a un gato. Echo de menos el libro “Gatos”, del poeta colombiano Darío Jaramillo. Lo he dejado en Aiboa. Me lo imagino estéril, cerrado en la estantería. Consultaré internet, revisaré algún que otro poema temático. Todo atajos, pero es que, como Teseo, sospecho que lo que busco es perderme en el laberinto; saber cada vez un poco más, ligar una historia con otra, mientras renuncio a mirar a este gato concreto que tengo delante.
Querido gato, confía en mí; juro que aprenderé a quererte pese a tanto viaje de ida y vuelta. Sucede que a muchos no nos basta el mundo tal como se nos presenta a la vista. Y nos perdemos. Sin embargo, consuela saber que, tras el laberinto, siempre nos quedará la observación pura y dura del ser amado. Sí, amigo; disculpa, permíteme empezar de nuevo; trataré de borrar este batiburrillo recién aprendido sobre gatos; deja que entierre algún poema de urgencia, y a esa panda de escritores que solo quieren hablar de sí mismos con la excusa del gato. Me doy cuenta de que vamos a vivir juntos, a compartir un tiempo. Habremos de mirarnos mutuamente, y eso me hace feliz y me emociona, aunque no haya cámaras. Todo irá bien, ya lo verás. Las cosas se irán haciendo.
Pero introduzco en el buscador “mejor documental sobre gatos”. Escojo uno que remite al antiguo Egipto. Cuenta que llevamos conviviendo cuatro mil años, como si fuese muchísimo tiempo; no sé qué pasa, pero no me impresiona. He hecho el cálculo: si dividimos cuatro mil años entre los quince de media que vive un gato, da para doscientas sesenta y seis generaciones de roce entre personas y gatos. De los arenales del antiguo Egipto, a la casa de Edelmiro. Eso es todo lo alejado que está Henry del gato salvaje. Según Sole, en esa curva estaba destinado a convertirse en puré de gato.

Hace tiempo, tuve una perra amorosa. Me asomaba y le olía la boca; esto lo hago cuando quiero mucho a un animal, pero también a una persona. Entonces, tengo la sensación de hacerme con algo más que una idea; es una huella íntima que atesoro, una forma de identidad que permanece incluso cuando estamos separados. A mí me funciona. Leo en Joubert: «El gusto aumenta la memoria; existe la memoria del gusto: nos acordamos de lo que nos ha gustado. Existe también la de la imaginación: nos acordamos de lo que nos ha encantado». Al final de la boca de Henry, un gatito recién estrenado, con unos dientes de leche en punta, percibí que olía muy, pero que muy remotamente, a pescado podrido. Todo en orden. Lo mío es un vicio.
Tuve una perra entregada, una caniche apricot. Estoy convencido de que esa entrega mutua que nos dedicamos no supuso el menor menoscabo para su psicología ni para la mía. Al contrario; se nos veía fuertes, lozanos, radiantes. Probablemente, “entrega” no sea la palabra. Cierto que ella era mía, y yo, de ella. Así de sencillo. Tampoco “posesión” sería el concepto más preciso para definir aquello. Reconozco que había algo de territorial, pues allá donde dos se aman existe una suerte de círculo y se tiende a protegerlo; sin embargo, no es esto lo que mejor aclararía por lo que pasábamos.
En fin, nunca tuvimos claro si era ella quien me permitía dormir en la cama, o era yo el que cedía; la compartíamos, nos juntábamos ahí al anochecer; eso era todo. Por otro lado, nunca se le pasó por la cabeza que cuando yo la sostenía como un bebé, y ella cerraba los ojos, y me ofrecía su vientre cálido para que lo acariciase, podía haberla soltado. Se hubiera pegado un costalazo padre contra el suelo, dotándola para siempre de otra relación conmigo y con el mundo. Aunque ella no lo supiera, este pensamiento sí que nos separaba a ambos. Pero yo, ¿cómo iba a evitar la fantasía? Humano, demasiado humano. Ella, ¿qué sabía del mal? Incapaz de concebir el crimen, el pecado, ni siquiera consideraba la posibilidad de un accidente. Yo, sí. Solamente por esto, vivíamos en dos mundos distintos. ¿Qué le vamos a hacer, si nos entretenemos con esto, con la virtud, pero también con la cantidad de mal que podríamos haber hecho y no hicimos?
Creemos fehacientemente que ella no sería capaz de imaginar cosa parecida, y solo por eso, nos sentimos bien a su lado, y hasta puede que la consideremos mejor que nosotros mismos. Una perra; buscamos una santa suave, despojada por fin de nuestra virtud maloliente y humana.
Pese a todo, se dio una forma de igualdad entre nosotros. Ese punto era lo más alto y conmovedor de nuestra relación, de lo que sucedió entre los dos, y de lo que pocas veces he alcanzado en la vida; de cómo lo veía ella, no guardo palabras, aunque me lo hiciera saber. Definitivamente, “amor” es la palabra que conviene.
Yo, como siempre, hubiese preferido una hembra, pero Edelmiro dijo que Henry era macho. En fin, que venga sano. Sin embargo, con apenas dos meses, el minino era tan pequeño que aún cabía un margen de error. Yo seguía esperanzado. Además, empecé a llamarle Enriqueta a escondidas, y no tan a escondidas: «Keta, Keta…» Era tal mi deseo que, cuando consultaba la pantalla del ordenador, lo que veía casaba con el dibujo de una hembra; todo, salvo ese par de bultitos casi invisibles, impertinentes. Sin embargo, no perdía la ilusión, hasta que se acercó una mujer del pueblo a ver cómo iba el muro de la cerca y, cuando oyó nuestras dudas y echó un vistazo al animal, lanzó una risa corta y sonora, nos llamó ignorantes, y se dio la media vuelta. Miré a Henry, definitivamente bautizado por esta comadrona deslenguada; de súbito, los suyos me parecieron unos testiculazos, y yo, un tonto irredento, aunque se me cruzase por la cabeza alguna pulla contra la señora, pues a nadie le gusta que le llamen ignorante.
Bueno, no lleva en casa ni una semana, y le decimos Gatete, Gatuni… Por lo que sea, el nombre de Henry no asienta en mi cabeza, en la de Sole, ni siquiera en la de los niños; tampoco me preocupa; no creo que este lío de apodos vaya a dotar al gato de una personalidad escindida. Probablemente, un perro se sienta más apegado a su nombre, aunque tampoco de esto estoy seguro. De pronto, nos acordamos de la banda de psicólogos insistiendo en que repitamos a menudo el nombre de nuestro interlocutor, que miremos a sus ojos -en mi caso, sería al hocico- para que este afloje, baje la guardia y se derrita. Reconozco que suele funcionar. Pero es que no buscamos de las personas lo mismo que buscamos en Henry, o en la que fue mi perra.
Paradójicamente, el primer indicio de que existe confianza entre personas, en la intimidad, es que el nombre que nos pusieron nuestros padres no sirve; tal vez lo obtuviéramos en el registro civil, tras mucho batallar. Da lo mismo. Para quien nos ama, no sirve en absoluto.
Requerí ayuda de Likal. Además de charlar por teléfono, me envió un correo. Tiene cuarenta años y lleva conviviendo con gatos desde los once. «Si el amo muere, un perro velará su cadáver hasta que la inanición y la tristeza se lleven también el alma fiel del pobre animal; un gato, ante tal coyuntura, devorará el cuerpo del difunto humano tan pronto este exhale su último aliento -si no antes-.» Mi amigo los adora, suspira por convertirse en pienso para gatos.
Ayer vi otro documental que resaltaba el instinto cazador del gato y su proverbial crueldad. En Nueva Zelanda, dice la voz en off, apenas hay depredadores naturales. Entonces, sale una pareja de pájaros incautos que incuba unos hermosos huevos blanquísimos en una playa de arena oscura. Esta especie se encuentra protegida y goza de las atenciones de un grupo de estudiosos que observa alarmado cómo merma la población, al desaparecer una gran cantidad de huevos cada noche. Hasta que instalaron unos infrarrojos; había un gato bandido, descendiente de los que llegaron en barco de la Europa de hace un siglo, haciendo de las suyas. El comentarista hablaba de «estropicio macabro» porque el gato se comía solo la cabeza y dejaba el resto.
Luego cambiaron de continente y apareció Maisie. Esta era una gata fondona de lo rural inglés. ¿Sabes lo que hizo Maisie el último verano?, ¿ves esa casa de campo con estanques, pajaritos, setos, conejos y ratas? Por mucho que una pareja de jubilados la alimentara dos veces al día con un pienso sublime y la pensionaran, pese a su cuna mullida y a que Maisie podía holgar a su antojo, sin embargo, al caer la noche, impelida por su instinto, la gata salía a cazar al jardín. Era otra clase de instinto el que le llevaba a la dueña a abrir su congelador, y mostrarnos pormenorizadamente el producto de las correrías de Maisie durante la última semana. Y por supuesto, estaba el instinto del que filmaba y nos lo contaba todo en un tono más o menos horrorizado. Mientras, la gata, subida en la alacena, se frotaba contra su dueña. Sobre la encimera, un par de docenas de cadáveres menudos envueltos en papel de celofán, inventariados con su correspondiente pegatina. No sé qué tipo de récord veraniego ostentaba Maisie; algo así como el de la gata más mortífera de pajarillos, ratones y conejos del condado de Devon, incluso del Sur de Inglaterra. La señora confesaba mirando a cámara que no sabía si sentirse orgullosa o espeluznada. Apostaría que se inclinaba por el orgullo. Se lo vi en la boca, soy un moderado experto interpretando bocas.
Frente al amor comunista del perro, que desafía la utopía y se convierte en una más que plausible versión del cielo en la tierra, convivir con un gato podría significar lo contrario: tomar en consideración nuestras propias faltas y vicios, como pudieran ser el egoísmo, la molicie, el ensimismamiento. Y es que no siempre somos serviciales, bonachones, o desprendidos, como tantos perros. Mientras lo vamos aceptando de nosotros, Henry pasea encima de nuestra mesa escritorio, ajeno. Nosotros nos deterioramos de minuto en minuto, incluso moralmente; él luce bello, elástico. Además, lleva consigo ese aire contemplativo, y nos preguntamos qué ha visto, qué ha alcanzado; qué tiene que nosotros no tenemos, en definitiva. Con él, en vez de certezas, nos entran dudas. Nos inclinamos a pensar que sí, que nos quiere, mientras nosotros le deseamos. Dame esa cosa que no tengo, déjame vivir junto a ti por si se me pega. ¿Verdad que me quieres, minino? No somos iguales, nunca lo seremos.
Podría suceder que un amo displicente mostrase aburrimiento de lo bueno, y se cansase de la lealtad perruna. Sería esta una suerte de perversión. Se ven cosas parecidas en el amor entre humanos. Esto no ocurre con los gatos. Deseas tocarle, hacerlo tuyo. Gatuni, probarás mi mano larga y nervuda, sabré ser paciente; perseguiré tu ronroneo y una vez alcanzado, no me detendré y te seguiré dando más y más gusto; veremos entonces qué pasa. A mí, cuánto me gusta que te guste. Me acuerdo de mi perra; yo no hacía más que intensificar esos amores para, así, descubrir algo juntos. Ahora sé lo que hicimos: no solo crear un vínculo, sino vivir en él. Aún procuro practicar esto mismo con algún otro ser de los que me rodean; pero relajado. Sin embargo, cuando llega mi hijo a la habitación, a la butaca, me aparta impaciente y me quita al gato de encima. Le pido por favor que no arranque a Henry de mis brazos, que se espere. «Vale, papá.» Un instante después, es todo suyo. Pero ten cuidado, le digo. Da gusto ver a los niños; cómo le tocan, las voces que ponen, cómo le buscan. Todo eso viene de su casa. Su casa somos nosotros. Están aprendiendo a tocar, y a proteger; a dar y a recibir placer. Alguna vez, Henry se marcha molesto; ha tenido suficiente. No pasa nada, al gato le tiene que apetecer. No vale con atraparle, con imponerte. Ahora ha vuelto para que le acaricies, ya está ronroneando. Por otra parte, León nos viene contando muy serio desde los dos años que antes de conocernos, estuvo viviendo en otra casa con una familia de gatitos. Los dos hermanos se irán haciendo cargo de Henry, vamos a aprender muchas cosas. En el amor, si acaso, dar más que recibir. Aún no me atrevo a decírselo.
Cuando Montaigne jugaba con su gato en la biblioteca del torreón, se preguntaba quién jugaba con quién. Subo a Henry a la colcha y azuzo su instinto de cazador. Convoco sus destrezas jugando al péndulo con un calcetín; se agazapa excitado; ataca y retrocede. Jugar es imaginar, ir más lejos. ¿Cuándo parar? Luego, esto también es juego, volvemos al sosiego. Es bello y terrible adivinar las posibilidades de un gato, igual que las posibilidades de un humano.
Aseguran en el documental que los gatos no ven bien las letras. Por alguna razón, me tranquiliza saber que el gato no es capaz de leer. Quizá él no lo necesite. Si yo tuviera esa capacidad de observar con esas “prunelles mystiques”, que dijo Baudelaire, y luego entornase los ojos, y acaso meditase, hasta desviarme hasta la modorra… En cambio, yo, que me sé pasto de la muerte, leo, cada vez más miope, y apenas entiendo lo que leo, y tampoco sé de meditación, ni de poner la mente en blanco; esto último, ni siquiera me lo permito.
De vez en cuando, se arrima a la pantalla. Busca el calor que desprende el aparato, sienta su culo sobre las teclas. Así completa los textos a su manera. Tiene Henry algo de animal tecnológico, frío y elegante, de reclamo publicitario de Apple.

De pronto, echo de menos el lengüetazo del perro, su refrendo absoluto. Gatete rezuma narcisismo, ingratitud y galbana. Pero en solo unos días, siento que me muevo por la casa con más cuidado. Nos hace más delicados, y es posible que nos ayude a sobrellevar nuestro egoísmo sin culpa, a la vez que enaltece la independencia, y su ejercicio. Por otro lado, con el gato, como con los niños, el juego siempre anda cerca.

Esto hay que aclararlo. Si me despertase en un mundo solo de perros y de gatos, echaría de menos a mis semejantes. Porque me gusta también peinarlos, jugar con ellos, acariciarlos; a algunos, me gusta olerles y marcarlos; o salir juntos de paseo; comparto con ellos la palabra y, sobre todo, la duda, que nos humaniza.
Al contrario que nuestros hijos, descansa saber que el gato Henry no se va a insertar en la sociedad; para él no hay «un día de mañana». Sole y yo, tumbados sobre la cama, le miramos jugar en la penumbra, dar saltos. Es como si depositásemos en él nuestro cansancio, y el gato lo reciclara para nosotros. Echa a correr; de pronto, se detiene en medio de su carrera, no sabemos si fascinado o escéptico. Sole y yo descansamos. Mirar a otros para no mirarse a uno mismo.
Es un tío elegante, y eso nos obliga a todos en casa. Nos vendrá bien, estábamos descuidándonos. El discurso sobre la delicadeza no acababa de cuajar del todo en Álvaro y León, y ahora, gracias a Henry, toma forma.
Se me olvidaba. Tiene los ojos azules y es de pelaje blanco, salvo las orejas y la cola, rayadas y ligeramente horneadas, del color de la costra de la crema catalana.

IÑIGO LARROQUE

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One Response to “EL GATO HENRY CONOCE AL CURIOSO IMPERTINENTE”

  1. He leído la mitad. Me ha encantado, me interesaba el tema porque en mi familia también hay dos gatitos nuevos desde hace poco, viven en Berlín, me interesan los gatos. El texto me ha gustado mucho, es todo lo que puedo decir pero se me hacía largo, estoy acostumbrada a que todo vaya deprisa, lo siento.

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