Thomas Bernhard: El sobrino de Wittgenstein (fragmento)

Thomas Bernhard photographed in 1957. Photograph Helmut Baar Getty Images

 

En los últimos meses de su vida evité a mi amigo de una forma totalmente consciente, por un bajo instinto de conservación, lo que no me perdono. Lo veía desde el otro lado de la calle, como a alguien que hace ya tiempo ha sido borrado del mundo, pero que sin embargo se ve obligado todavía a estar en él, que no pertenecía ya a él pero tenía que estar aún en él. De sus brazos escuálidos colgaban grotesca, grotescamente, redes de la compra, en las que llevaba la verdura y la fruta que se había comprado y que arrastraba hasta casa, como es natural siempre con miedo de que alguien pudiera verlo en toda su miseria y pobreza y preocuparse por ello, pero quizá era también la razón igualmente penosa para mí de querer protegerlo la que hacía que no le hablase, no sé si era mi miedo de aquel que, en realidad, era ya la muerte misma o mi deseo de evitarle un encuentro conmigo, que todavía no tenía que pasar lo que él, probablemente las dos cosas. Lo observaba y me avergonzaba al mismo tiempo.

Porque sentía como una vergüenza no estar aún en las últimas, mientras que mi amigo lo estaba ya. No tengo buen carácter. Sencillamente, no soy buena persona. Me aparté de mi amigo lo mismo que sus otros amigos, porque, como ellos, quería apartarme de la muerte. Temía enfrentarme con la muerte.

Porque todo en mi amigo era ya la muerte. Como es muy natural, él no se movía ya en los últimos tiempos, era yo quien hubiera tenido que dar señales de vida, lo que hacía efectivamente, pero daba señales de vida cada vez con intervalos más largos y con excusas cada vez más lamentables. De vez en cuando íbamos todavía al Sacher y al Ambassador, y naturalmente, porque era entonces lo que le resultaba más cómodo, también al Bräunerhof. Iba a verlo solo, cuando no tenía otro remedio, pero prefería hacerlo con amigos, para que compartieran conmigo el horror absoluto que ahora se desprendía de mi amigo, porque solo con él no lo hubiera soportado. Cuanto más implacable era su decadencia, tanto más elegante era ahora su atavío, pero precisamente aquellas prendas costosas y al mismo tiempo elegantes de su guardarropa, que había heredado de un príncipe Schwarzenberg muerto un año antes, convertían en tormento la vista de aquella persona ya casi totalmente sin vida. Sin embargo, no era en absoluto una imagen grotesca la que ahora mostraba, sino conmovedora. En verdad, de pronto nadie quería tener ya nada que ver con él, porque aquel que veían ahora a veces caminar por el centro de la ciudad con sus redes de provisiones, o apoyarse contra la pared de una casa, totalmente agotado, no era al fin y al cabo ya el mismo que, durante años, durante decenios, los había atraído, los había entretenido y soportado, el que había distraído su aburrimiento estúpido con sus inagotables locuras del mundo entero y, con sus chistes y anécdotas, había opuesto a su embrutecimiento vienés y de la Alta Austria aquello de lo que nunca habrían sido capaces. Había acabado definitivamente la época de sus absurdos relatos de viaje por todo el mundo, lo mismo que su caracterización despiadada y, por consiguiente, ridiculización real de su familia, que lo despreciaba y, finalmente, realmente lo odiaba, y que él sólo calificaba de museo inagotable de curiosidades católico- judíonacionalsocialistas, con el mayor gusto por la ironía y el sarcasmo y con todas sus dotes innatas para el teatro. Lo que contaba ahora a veces, aquí o allá, no tenía ya el perfume y aroma del gran mundo, como suele decirse, sino más bien el olor de la pobreza y de la muerte. Sus trajes, aunque eran los mismos trajes elegantes de siempre, no producían ya en quien los veía aquel efecto mundano y que, en cualquier caso, inspiraba respeto, sino que de repente eran realmente raídos y pobres, como todo lo que todavía se atrevía a decir. Tampoco iba ya en taxi a París, por no hablar de Traunkirchen o Nathal, sino que, sólo con calcetines de lana en los pies y con una pequeña bolsita de plástico en la que guardaba sus zapatillas de gimnasia sucias, que se convirtieron con el tiempo en su calzado preferido, iba en algún departamento de segunda clase, metido en un rincón, directamente a Gmunden o Traunkirchen. En su última visita a Nathal llevaba una camiseta de polo de la época de la posguerra y pasada de moda hacía ya casi medio siglo, hecha a medida para aquel fanático de la vela pero desde entonces nunca lavada, y además las ya mencionadas zapatillas de gimnasia. Ahora, al entrar en el patio de Nathal, no levantaba ya la vista sino que la mantenía baja. Ni siquiera la más agradable de las músicas que puse para él, un quinteto de viento de Bohemia, pudo librarlo más que un instante de su tristeza absoluta. Surgían una y otra vez los nombres de personas que lo habían acompañado toda su vida, pero que ahora, desde hacía ya tiempo, se habían apartado de él. Sin embargo, no brotó ya ninguna auténtica conversación, no hablaba más que con fragmentos de frases a los que, con la mejor voluntad, no se podía encontrar ninguna coherencia. La mayor parte del tiempo tenía la boca abierta, cuando no se sentía observado, y le temblaban las manos. Cuando lo llevé otra vez en coche a Traunkirchen, a su colina, agarró sin decir palabra su bolsita de plástico blanca con unas manzanas que había recogido en mi huerto de Nathal. En ese viaje recordé cómo se había comportado durante el llamado estreno de mi obra La partida de caza. La pieza, porque el Burg había creado para ello todas las condiciones necesarias, fue un fracaso total sin precedentes, porque los actores que la interpretaron, absolutamente de tercera clase, no apoyaron ni por un instante mi obra, como pronto pude comprobar, porque, en primer lugar, no la comprendían y, en segundo, la estimaban en muy poco y, además, habían tenido que actuar en ella más o menos como sustitutos de emergencia, lo que, como me consta, no fue ni indirectamente culpa suya, después de haber fracasado el plan de estrenar la obra con Paula Wessely y Bruno Ganz, para quienes al fin y al cabo la había escrito. Ninguno de los dos actuó al final en mi Partida de caza porque la compañía del Burg, como se la llama de forma afectuosoperversa, se había opuesto, más o menos unida, a la aparición de Bruno Ganz en el Burgtheater, por decirlo así no sólo por miedo existencial sino también por envidia existencial, porque Bruno Ganz, el mayor actor que Suiza ha producido nunca, había infundido a toda la compañía del Burgtheater nada más que lo que yo llamo un miedo artístico mortal, ese inmenso genio teatral de Suiza, y realmente tengo grabado en la cabeza todavía hoy, como una perversión triste y al mismo tiempo repulsiva de la historia del teatro en Viena, y al mismo tiempo también como una vergüenza irreparable de todo el teatro alemán, el hecho de que los actores del Burgtheater trataran de impedir e impidieraran efectivamente entonces la aparición de Bruno Ganz, incluso redactando por escrito una resolución y amenazando a la dirección, como se decía, en cualquier circunstancia y por todos los medios, como es sabido, porque en Viena, desde que existe el teatro, no decide realmente el director, sino que deciden los actores; el director, y sobre todo el del Burgtheater, no tiene nada que decir, y los llamados actores favoritos del Burgtheater han decidido allí siempre; sólo esos actores favoritos, a los que se puede calificar sin más de imbéciles, porque por una parte no entienden nada de arte teatral, y por otra se dedican a su prostitución teatral con una desvergüenza sin par, en perjuicio del teatro y en perjuicio del público, y tengo que decir que esas prostitutas del Burgtheater actúan desde hace decenios, si es que no desde hace siglos, ofreciendo el más malo de todos los teatros malos; esos, así llamados, actores favoritos, con sus nombres famosos y su débil comprensión del teatro, que sólo mediante el total abandono de sus recursos de actor y mediante la explotación más desvergonzada de su popularidad, por decirlo así en la cumbre de su falta de arte, una vez colocados por el absolutamente estúpido público teatral de Viena en el blanco corcel de la popularidad, se mantienen en el Burgtheater durante decenios y, la mayoría de las veces, hasta su muerte. En el instante en que la aparición de Bruno Ganz resultó imposible por la bajeza de sus colegas vieneses, también Paula Wessely, mi primera y única Generala, se retiró del proyecto, y como yo no podía librarme del contrato firmado, de la forma más disparatada, con el Burgtheater, en relación con La partida de caza, tuve que sufrir finalmente como estreno de mi obra una representación que sólo puedo calificar de asquerosa y que, como ya he señalado, ni siquiera era bien intencionada, como tantas cosas y casi todas en el escenario del Burgtheater de Viena, porque aquellos actores absolutamente carentes de talento que interpretaban los papeles principales confraternizaron a la menor resistencia con el público, exactamente de la misma forma desvergonzada con que los actores vieneses, en conjunto, confraternizan siempre con el público y hacen causa común con él, por tradición, desde hace siglos, en contra de la obra que interpretan y del autor que interpretan, al que inmediatamente y sin el menor escrúpulo atacan por la espalda, cuando se dan cuenta de que al público no le gustan esa pieza y ese autor ya desde los primeros instantes, por que no lo entiende ni entiende su obra, porque obra y autor le resultan demasiado difíciles, y es que los actores vieneses y, sobre todo, los llamados actores del Burgtheater, no hacen lo que sea por un autor y su obra, como sería totalmente lógico y por lo demás hacen los actores en Europa, y más aún si se trata de un autor nuevo, todavía sin foguear, como suele decirse, sino que vuelven instantáneamente la espalda al autor y a su obra en cuanto notan que el público no se entusiasma inmediatamente con lo que puede ver y oír al levantarse el telón. Hacen causa común al instante con el público y se prostituyen y convierten ese llamado primer escenario del área lingüística alemana, como se designa a sí mismo con sobrevaloración infantil, en el primerísimo burdel teatral del mundo, y no sólo en aquella funesta velada del estreno de mi Partida de caza. Aquellos actores del Burgtheater, inmediatamente después de levantarse el telón, como pude ver desde mi asiento en el gallinero, como la obra no llegaba al público enseguida, como suele decirse, se pusieron en contra de mí y de mi obra y por consiguiente actuaron inmediatamente en contra de mí y de mi obra, interpretando mal todo el primer acto de una forma tan burda como si hubieran sido obligados, por decirlo así, por la administración a interpretar miPartida de caza, y como si quisieran decir: la verdad es que estamos en contra de esta pieza horrible, mediocre y repulsiva, aunque no la dirección, que nos ha obligado a aparecer en esta obra.

 

Interpretamos esta obra, pero no queremos tener nada que ver con ella, interpretamos esta obra, pero no vale nada, interpretamos esta obra, pero sólo en contra de nuestra voluntad. Al instante hicieron causa común con el público, que no tenía ni idea, y nos dieron el golpe de gracia, como suele decirse, a mí y a mi obra, traicionando también con ello a mi director artístico y despojando a mi Partida de caza, con la mayor desvergüenza, de todo espíritu. Como es natural, yo había escrito una obra totalmente distinta de la que aquellos actores abyectos y, por consiguiente, traidores a su arte, interpretaron en ese estreno. Aguanté apenas el primer acto e, inmediatamente después de caer el telón, me levanté de un salto y salí, con conciencia de haber sido engañado deliberadamente y de la forma más repugnante. Ya a las primeras frases había sabido que los actores actuaban contra mí y aniquilarían mi obra, ya en los primeros minutos la llenaron de su falta de arte y de su oportunismo con el público, y, a su estilo desvergonzado, me traicionaron y ridiculizaron mi obra, que hubieran debido ayudar a nacer con toda pasión. Cuando salí del gallinero y me dirigí al guardarropa, la encargada me dijo: ¿¡Tampoco le gusta al señor, eh!? Furioso por mi perversa tontería de haber confiado La partida de caza al Burgtheater para su estreno y por mi contrato estúpido, bajé corriendo las escaleras y salí del Burgtheater. No hubiera podido permanecer un segundo más en aquel la Partida de caza. Recuerdo que huí del Burgtheater como si escapara no sólo de aquel centro de exterminio de mi obra, sino del centro de exterminio de todo mi patrimonio intelectual, y recorrí todo el Ring y volví al centro de la ciudad, y como es natural no fui capaz de calmarme con ese correr de un lado a otro impulsado sólo por la rabia. Al terminar la representación me encontré con varios amigos míos que habían estado en el estreno, y todos me dijeron que había sido, según sus propias palabras, un gran éxito, y que al final había habido enormes aplausos. Me mintieron. Sabía que sólo había podido ser una catástrofe, porque siempre he tenido un instinto seguro. Un gran éxito. enormes aplausos, seguían diciendo continuamente aún, cuando estábamos sentados ya en un restaurante, y hubiera podido abofetearlos a todos por su falsedad. En efecto, elogiaron hasta a los actores, aunque habían sido de lo más estúpido y de lo más carente de arte, y en fin de cuentas auténticos sepultureros de mi Partida de caza. El único que me dijo la verdad fue mi amigo Paul. Clasificó toda la representación como malentendido total, así como de completamente fracasada y típica desvergüenza cultural vienesa, como un magnífico ejemplo de la bajeza del Burgtheater hacia un autor y su obra.
 
El sobrino de Wittgenstein
Trad. Miguel Sáenz
Barcelona, Anagrama, 1988
Foto: Helmut Baar (1957) Getty Images

Leave A Comment