«Pasatiempo» palabras de su editor, Rodrigo Arriagada

“Pasatiempo” (Iñigo Larroque): palabras de su editor, Rodrigo Arriagada Zubieta, sobre el libro – YouTube

 

 

Reseña «Maneras de perderse» por Juan José Prior

Decir lo que uno quiera – El Cuaderno (elcuadernodigital.com)

 

La culebra

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Habían terminado de cenar después de una tarde de vaciado de escombrera, paleando la carga en un remolque. Se han empeñado en arreglar el murete de enfrente de casa. Se encontraba en la planta baja, medio desnudo, buscando el cubo de la ropa sucia, cuando miró a través de la ventana, y vio a Patricia, la hija de la vecina, afuera de casa. Aquí no hay mucha gente joven. Se hacía pintoresco. «Te ha pillado en culo pajarero»-, bromeaba Sole. Él salió escaleras arriba, meneando las nalgas para los suyos como una bailarina de music hall, y desapareció en el cuarto de baño con la intención de darse una ducha.

Oyó la manilla de la puerta de la calle. «¡Papá, una víbora!» Los tres habían salido a la carrera. Se puso de nuevo los pantalones, y bajó. A pocos metros, congregadas bajo la luz de una farola, Patricia, Sole, y sus dos hijos, rodeaban a una culebra de apenas quince centímetros. «Tiene la cabeza de corazón, es una cría de víbora»-, dijo Patricia.

Sus hijos se hacían eco de aquello, propagándolo a los cuatro vientos con su trompeta de querubines. El animal tenía la cabeza hendida de un palazo certero, pero el tubo aún daba sacudidas. Los angelitos, armados de palos, le atizaban, y lo que quedaba del bicho, se enroscaba y desenroscaba, dibujando eses cada vez menos entusiastas.

Patricia contó que había sido cuando entró a la cuadra de su madre a echar de comer a las vacas; le pareció que algo que se movía en la oscuridad y agarró una tranca.

Era guapa, Patricia. No solían hablar demasiado con ella. Daba gusto saber tanto de sus miedos en tan poco tiempo; seguía aireando, enumerando aventuras con toda clase de bichos, y parecía que no se quería marchar; Sole tampoco le iba a la zaga. Las anécdotas se multiplicaban; intercambiaban casos, información, que es así como uno aprende en estos lugares. Historietas más o menos crudas, en línea recta con la niñez, que luego quedan repicando en tu cabeza. Así como estas son gentes aguerridas, les gusta el susto; asustarse y asustar. Mucho cuidado con fuentes y bebederos, advierte Patricia. Y cómo nadan, esas asquerosas.

León, con sus tres años y el torso desnudo, seguía administrando palazos a un pobre animal al que no se le acababa de escapar del todo la vida -vida como movimiento espasmódico. El otro, también; «Cuidado -avisó-, le vas a sacar el ojo a tu hermano con la vara.»

Intervino: había que matarla cuanto antes para que no sufriera. No le quedó otra que sumarse al garrotazo. Sus hijos no entendieron del todo bien su intención, sino que le encuadraron de inmediato entre los partidarios de la saña, pues redoblaron los palos al bicho, felices de verse acompañados por su padre.

Imaginó que su alma nos miraba estupefacta; había sido interrumpida, arrancada su condición de joven individua autónoma con un futuro por delante; de súbito, transformada no solo en despojo, sino en mito. Acaso fuese recibida por la primera serpiente edénica; al menos, esta, le daría alguna explicación.

Protestaba, sentía un vivo deseo de seguir culebreando; trató de acordarse: acababa de oscurecer, refrescaba, y ella había salido a dar una vuelta. Se había fijado en un ratón de campo. Se quedó embobada; alguna vez, había visto zampárselo a una vieja tía suya de un solo bocado, pero ella aún era pequeña, se alimentaba de renacuajos, de cucarachas y saltamontes. Se había propuesto ser el terror de los ratones, aunque por el momento, tuviese que conformarse con espiarlos. Durante el día, soñaba en su agujero con que crecía. Pero recibió un golpetazo que la precipitó en una muerte nueva, por estrenar.

Es seguro que lo último que oyó la culebra fue hablar de culebras. Mientras, la ciencia de los hombres se abría paso, y Álvaro insistía desde sus cinco años en que la quería abrir para ver sus órganos; acuclillado, pedía permiso a su madre; le da curiosidad saber cómo somos todos de verdad, por dentro y por fuera. «Como si pudiéramos saberlo con sólo sajarnos», filosofaba su padre un tanto fatalista. En cualquier caso, atajaron esa urgencia del niño por ilustrarse, salpicada de morbo. La culebra era poco más ancha que una lombriz fondona, bien alimentada. No la profanaron.

A su alrededor, seguían desfilando historias de lagartos y culebras, de taimados sapos metidos dentro de una zapatilla. «Este de las culebras sí que es un miedo acendrado», pensó. Entonces, en medio de ese cúmulo de frases que flotaban en el ambiente y, sugestionado por las resonancias de ese bíblico: «y te herirá en la cabeza, y tú, le herirás en el calcañar…», oyó que Patricia decía: «Y ahora, dicen que las tiran desde el cielo.»

Creyó que no había entendido bien. Sin embargo, ella debió de verle con el paso cambiado, porque insistió. «Sí, las tiran desde el cielo.» Para su sorpresa, Sole parecía conocer a qué se refería -será verdad que uno nunca termina de saber con quién comparte su vida. Esta gente que se ha criado en los pueblos, transmite en una frecuencia que a él se le escapa. Ahora, las tiran desde el cielo. «Sí -dijo Sole-, los ecologistas.»

Tarde y mal, pero fue adivinando. Bin Laden sigue vivo; China quiere acabar contigo; el jovencito Trump liquidó a Kennedy con paracetamol adulterado (el que iba en el coche era un doble); las serpientes caen del cielo.

Vio un nudo de cintas viscoso y asqueroso, un manojo palpitante de papardelle, una cabeza de medusa arrojada desde un avión por funcionarios de la naturaleza encapuchados; culebras endemoniadas, sedientas de venganza; no perdonarían el mal rato del vuelo ni el impacto. Les bastaría algo menos de un dedo para colarse irritadas en el hueco que se abre entre tu cuello y la camisa, deslizarse por tu escote, y morir inoculando veneno. Han sido los ecologistas, disque para dar de comer a las águilas.

Esos que no dudarían en alimentar a un tiranosaurio con un par de muslos de veraneante gordinflas. La especie contra la especie. Fueron personas asqueadas de sus semejantes las que provocaron aquella plaga de serpientes. En esos aviones, han dispuesto un laboratorio donde las crían y se reproducen. Una especie de viveros itinerantes. Luego, las introducen en cajas, como a gulas del norte. Un técnico enfundado en un mono verde, coge un nudo de culebras con su mano enguantada hasta los codos, y las echa a volar sobre nuestras cabezas pecadoras. Con suerte, las águilas y los halcones se las meriendan antes de tocar suelo.

El alma de la culebra muerta no supo qué pensar de ese destino. Ni siquiera se regocijó por haberlo esquivado. Supo al instante que era un bulo, una mentira sin fundamento. Sin embargo, esta visión última de un infierno a su medida, la asustó, y le hizo tanto daño como el primero de los palazos. Anhelaba su nido, la piedra caliente y aquella tarde ya irreversible; descubrió que tener alma era ser clarividente; por otro lado, entendió que no había marcha atrás.

Se despidieron de Patricia. Antes de entrar en casa, miraron al cielo estrellado. El padre no creía en nada. Tal vez en alguna frase suelta. Todo el mundo a la cama. Mañana será otro día.

EL BESO DEL PERRO LOBO

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Cómo iba a imaginar, aquella tarde amable en que bajábamos a buscar leche a la vaquería de Pilar, a Barriopalacio, que apenas unos minutos más tarde, me llevaría una dentellada… Pero todo llega, para todo hay ocasión, y no sabemos de dónde vendrá la herida, y qué nos atemorizará de ahí en adelante.

Respecto a los perros, hasta hace una semana, pensaba que sabría cómo eludir una situación fea; bastaría con mostrar cierta firmeza, alejar la impresión y, en el peor de los casos, exhibir una vara de avellano. Ya los había tenido pisándome los talones en aquellas noches de República Dominicana, en que me movía en medio de la oscuridad, por los caminos, para visitar a Yaritza. Salían a la carrera desde algún caserío disperso y yo quería pasar un rato a solas con Yari, lo necesitaba, y para eso tenía que continuar andando imperturbable, como un funambulista; ya están aquí: aguantas, soportas los mordiscos al aire y los ladridos que te dibujan el calcañar, marcando, cortejándote durante demasiados metros, hasta que, por fin, los dejas atrás, y se esfuman en la noche. Yo llegaba alterado a la cita, era como un poema de San Juan de la Cruz, del amado con la amada, pero en el Caribe, en la línea de frontera con Haití; los perros solo representaban un obstáculo más entre ella y yo. Después de nuestro encuentro, regresaba a mi cabaña, desandando el camino, y en alguno de los tramos en que los perros me daban tregua, miraba al cielo de aquella isla, allá en lo alto, que era otra forma de escapar de aquellas veredas arboladas y oscuras.

Pero de esto, hace ya algunos años, y la mordida ha sido apenas hace una semana, en este pueblo de Cantabria. Creía que apenas se producían ataques contra los adultos; «protejamos sobre todo a los pequeños, no vayan a llevarse un susto», y cuando hace unos días vi a mi vecino Felipe, un lugareño, hablando del mal rato que pasó al bordear la cerca de una finca en la que había una mastina leonesa, juzgué que ya era un poco mayor para esas aprensiones y tonterías. Luego, más tarde, a raíz del dolor, de súbito escarmentado, recordé que ya en una ocasión me había mordido un perro.

Fue en la avenida de Basagoiti, en una campa enfrente de la iglesia de San Ignacio. Era poco antes de la hora de comer; estaba con mi hermana pequeña, y había dado en jugar con un perro sin dueño, más o menos grande. Debía de ser un ejemplar joven, un tanto atolondrado; a ojos vista, el juego le excitaba más a él que a nosotros, y eso me extrañaba, pero le fui a tocar, como siempre, porque era un niño al que le gustaban los animales, y nunca había pasado nada. Por aquel entonces, no cruzaba un solo perro sin que yo lo acariciase. Mi hermana tenía que verlo y así, quedar de nuevo maravillada del desparpajo de su hermano mayor- ese afán didáctico y exhibicionista del primogénito- pero aquel mediodía, se las trajo para subirse a una tapia, mientras el perro me revolcaba. Desde allí, pedía socorro a los paseantes algorteños, que eran pocos, porque ya digo que era la hora de comer, y se hacía tarde; en el suelo, el animal embestía a placer y me tentaba, tirándome algún que otro bocado; de pronto, el tontiloco iniciaba alguna carrera para poco después, interrumpirse y regresar obstinado como un mal sueño; su hocico trabándose contra unos brazos magullados que trataban en vano de protegerse de sus acometidas; afortunadamente para los paseantes, empezó a caer una llovizna providencial- «Por favor, ayuden a mi hermano»- suplicaba tensa; Jimena sacó una voz nueva, aunque todavía moldeada y respetuosa: esto es, ineficaz. Descubrió que no sabía gritar ni llenar su voz de miedo- éramos unos niños tan bien educados. Nosotros, estábamos en una campa; ellos, en el paseo, a unos cuantos metros; pero caía esa clase de lluvia que exime de cualquier cosa que no sea protegerse, y que provoca que el viandante apriete el paso, o que se cobije en los soportales de la iglesia, encienda un cigarro, dando la espalda a la intemperie; ya se sabe, la consabida contrariedad que traen las cuatro gotas; además, era la hora de comer, y se hacía tarde; olía a domingo por todas partes, y el grito inaugural de una niña asustada que pedía socorro se perdía, se ahogaba amortiguado contra las prendas verdes, grises, o marrones; no solo eso, sino que de pronto, se levantó al unísono entre los paseantes un fortín de paraguas y gabardinas; bueno, tampoco había demasiados algorteños; apenas algunos rezagados a la salida de misa de una que se apresuraban en abandonar el lugar; otros pocos, arracimados en los soportales de la iglesia, girados todavía hacia el altar, con la misa acabada, se hacían los sordos o acaso los beatos en la casa de dios que, sin embargo, devolvía el eco, pues el pórtico tenía y tendrá una acústica excelente a prueba de lluvias que silencian, para identificar a esos dos niños, o cualesquiera que pidan auxilio en la campa de enfrente de la iglesia y de aquellas escalinatas, donde se casaban cada año sus primas y sus primos engalanados, se enterraban escalonadamente a sus viejos tíos y tías, y la feligresía se daba la paz cada domingo en misa de una.

En una de esas carreras, el perro se perdió para siempre, y yo pude subirme junto a mi hermana a la tapia. Finalmente, hacer el mono y subirse a aquella tapia fue lo único que nos salvó el pellejo. Entre otras cosas, acabé asustado por lo rápido que cambia una situación de juego, a una de peligro. Todavía con los aullidos de mi hermana recién desatendidos, los dos hermanos, que se dieron o no la mano -de eso ya no me acuerdo-, nos encaminamos a comer a casa de la abuela; solo había que esperar a que el semáforo se pusiera en verde. Echábamos la vista atrás, aunque ya no volvimos a saber del perro. Tocamos el telefonillo, y nos metimos al portal. Eran más de las dos y media, llegábamos tarde a comer; había que entrar por la puerta contándolo todo.

En esta cuesta, en esta curva cerrada en medio de un monte verde entre dos pueblos verdes, el perro chasca la mano, es todo rápido como un relámpago, cerca de las articulaciones, acertando venas y nervios, buscando tu sangre verde. Chac, dentellada. Como estaba con mi hijo en brazos, hice igualito que una esfinge, ni frío ni calor, no fuese a creer el crío que el perro era un ser malvado -es posible que la tontería de un padre protector no tenga fin. Bueno sí, cuando me crujió la mano, tal vez se me notase una ligera indisposición, como quien recibe tres mensajes seguidos en medio de un funeral, y le vibra el bolsillo del pantalón, y se ve forzado a poner ante la concurrencia una cara de sorpresa y de disgusto por el qué dirán. Luego, vendría un calor y un dolor localizado, una concentración de partículas, una fiesta, una congregación, una orgía concentrada en una funda, en un estuche, en una cajita fuerte y estrecha; de pronto, una explosión de dolor. Minutos después, unos dolores fantasmas se paseaban de la muñeca a la palma de la mano, e incluso subían al antebrazo; un hormigueo y ninguna fuerza. Los dientes hacen su trabajo, son un recordatorio; que te mastiquen y seguir vivo. Raza lobera: saben dónde pinzar, qué desgarrar; tarde o temprano, tras la descarga, se producirá una debacle y si fueses una presa, una liebre, un conejo de monte, y hubieses conseguido escapar de milagro ladera arriba, estarías tocado, y sería cuestión de minutos, acaso un par de horas, el deshacerte, el desangrarte y quedar exánime. Esto acaba de empezar. Nada de esto hubiese pasado si, al agarrar el dueño a su perro, tras haber jugado Álvaro a lanzarle la zapatilla, y amarrarlo de nuevo a la cadena, que estaba pegada a su comedero, nos hubiésemos despedido de Bubu, pero su madre y yo estábamos pendientes de León, que estaba jugando con una perra recién parida, también lobera. Esta amamantaba a sus cachorros, y andaba como loca esquivando ocho filas de dientecitos puntiagudos que reclamaban sus tetas. La casa de la Venta, la casa de la curva, habitada por Aquilino, el dueño de Bubu, con el que mi hijo había estado jugando a tirarle la carcasa de una zapatilla tras una cerca, y este la cogía al vuelo, o la buscaba hasta que volvía con ella, contento y sumamente silencioso.

Su dueño le quitó la suela de la boca y colocó a Bubu la cadena; seguido, entró a buscar una azada al interior de su casa. Quería enseñarnos un huerto asilvestrado que tiene y regalarnos una mata de frambuesas. Pero Álvaro ya se había acercado al perro, que rabiaba por el juego recién interrumpido hasta no se sabe cuándo. Ahora ya no era el brioso jugador de cojo la zapatilla, sino un perro en su rincón, guardián de la curva, de quien solo se espera una cosa; el resentido, el preso, un profesional de la intimidación; pero el niño de cinco años aún no sabe de esto; está a punto de aprender; acerca la mano con la intención de acariciar; sin embargo, pisa la escudilla, se lía con la cadena y al aviso, al chasquido de unos dientes cortando el aire, el hijo lo llamó mordida. Acudió corriendo a mis brazos, pegó un salto, y yo le tranquilizaba, demorando un instante el mirar la causa de su lloro, para no asustarle ni asustarnos; pero miré y su madre miró, y comprobamos que no había pasado nada. Entonces, me acerqué al perro como un patriarca, a separar las aguas en dos. Le dije que no pasaba nada, no quise que cogiera miedo, y busqué la noble cabeza del can con la única mano de que disponía, la izquierda, pues la diestra soportaba el peso de Álvaro; eso, que tan buenos resultados me ha dado a lo largo de la vida. Esta vez, hubo silencio y mucho calor. Mientras tanto, León había abandonado a los cachorros, a la hembra desquiciada, y era el tercer macho de nuestra familia empeñado en acercarse al perro encadenado. Podíamos haber sido tres “Larroques” heridos de modo consecutivo. Sole no daba crédito, con tres tontos a su cargo; y “el patriarca”, a punto de cumplir los cuarenta y dos, se llevaba la palma. Menos mal que su madre atajó el impulso del pequeño León, que rabiaba por no dar unas carantoñas a Bubu. Era todo confuso, probablemente un comité de expertos internacionales resolvería que hubo un problema de comunicación en aquella curva perdida de la mano de dios. Y la imprudencia, como el lagarto y las abejas, campando a sus anchas. Supongo que hubiésemos sido noticia en el hospital de Sierrallana: Una nueva plaga de machos tontos y amigos de los animales. En fin, nos dimos el piro discretamente; más que discreta, si lo pienso, tal vez fuera una huida solapada, o una despedida abrupta, ¿qué sé yo? Recuerdo a Sole demudada, mientras Aquilino aparecía con una crema antinflamatoria de su creación, su agobio, y una batería de buenas palabras inconexas. Yo le correspondí con alguna otra insensatez que pretendía ser amable con el perro, con el dueño, con la tarde, y hasta con la madre que me parió. Nos despedimos, seguimos camino a Barriopalacio, apurando el tramo de bajada que nos separaba del pueblo. Yo disimulaba ante mis hijos, ¿qué se puede esperar de alguien que empuña una vara de avellano con la diestra, y que le susurra a Sole que se marea, y que tiene ganas de vomitar, mientras da la mano siniestra a su hijo León? A su vez, este pugnaba aún enrabietado por no poder tocar a un perro que acababa de estrenarse en carne humana. Poco después, los niños quisieron merendar: León exigía membrillo, pero no cacahuetes, y Álvaro se desmoronó, pues le faltaba una chocolatina de envoltorio azul.

Nos habíamos detenido en la casa de la curva porque este señor eremita que no baja a Barriopalacio ni sube a Calga, que vive en medio de una curva, y que ya nos había suscitado a los cuatro una fuerte curiosidad, se ofreció a enseñarnos a una hembra recién parida con ocho perritos. Cada vez que pasábamos a la altura de su casa, de camino a Barriopalacio, su perro ladraba, y él salía, y Álvaro le preguntaba cosas tales como «¿por qué llevas un calzoncillo encima del pantalón de chándal?», lo que nos daba para cruzar con él unas palabras atropelladas y algo chuscas. Pero esta vez, Aquilino nos había invitado a que viéramos los cachorros. Era un modo como otro cualquiera de conocerse mejor; a todos nos vendría bien. Además, los perritos eran una monada, solo había que estar atento a que no se tirasen a la carretera de acceso a Calga. Esta es una curva memorable, una pendiente que frenaría la escalada del mejor de los ciclistas, que impone, y escora, y ladea a los caminantes. Ahí vive Aquilino. En la curva. Lo llaman La venta. Nos hemos enterado a posteriori de que es un hombre solitario que perdió hace poco a su madre en una operación de cadera más o menos rutinaria. Me da un poco de vergüenza lo mucho que me gusta este hombre, pero es que todavía me pasan cosas así. Veo a alguien, me gusta, y le quiero conocer. A Sole también le ocurre lo mismo con este hombre, no necesitamos hablarlo. Creo que le recuerda a Goyo, un hombre de su pueblo que murió el año pasado. Como este, Aquilino tiene la barba poblada, mucho pelo, y recuerda a un evangelista exhausto, en horas bajas. Da gusto mirarle la cara. Goyo tenía esquizofrenia; pasó media vida sentado en un banco, a la entrada del pueblo, fumando unos canutos. Pero lo suyo no era esperar, era otra cosa. Un tío culto, buen conversador. Me pongo hielo en la herida, mientras debatimos si presentarnos o no en el hospital.

IÑIGO LARROQUE

 

EL GATO HENRY CONOCE AL CURIOSO IMPERTINENTE

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Tenemos un gatito desde hace apenas una semana. La otra tarde, pasábamos por la casa que está al borde de la curva, de camino a Barriopalacio. Fue Aquilino el que nos lo ofreció, y cuando nos quisimos dar cuenta, León le había puesto el nombre de Henry, y su hermano mayor asintió entusiasmado. Ya éramos cinco en casa. Imaginé de inmediato lo placentero que sería disponer de un tiempo largo y pausado para observar a este animal, y verlo crecer; pero poco después, me puse a buscar información sobre gatos. Lo tenía delante de mí, enfocándome; si hubiera querido saber solamente de Henry, hubiese bastado con devolverle la mirada, y no quitarle los ojos de encima. Pero supongo que me supo a poco, y en cuanto me pude apartar, opté por acercarme a él a través de testimonios de unos y de otros sobre su especie; volcarme y revolcarme en lo que se ha dicho sobre los gatos, y la relación entre estos y las personas. A lo que parece, al contrario que Tomás el apóstol, no confío exclusivamente en mis ojos, lo que no deja de ser bastante corriente. En realidad, ¿Por qué habría de existir conflicto entre la pura observación y el divagar sobre el ser amado, en cualquiera de sus formas? Respecto a divagar, esto es lo que hacemos cuando leemos, vemos películas, o atendemos historias sobre terceras personas; en cualquier caso, quedó claro que no me ceñiría a mirar a Henry; tomaría atajos; de esa forma, tal vez ganase tiempo, entreteniéndome, distrayéndome; rompiendo el hechizo que me mantuvo encadenado aquellas primeras noches mientras nos mirábamos a tiempo completo. Así que leo aquí y allá en algún blog de gatos. Le doy la espalda mientras escribo estas notas.

Ayer fuimos a desparasitarlo. En su primera visita a la veterinaria disparé a quemarropa: «¿Se puede besar a un gato en los bigotes? Lo digo sobre todo por los niños». En aquella consulta, teníamos puesta la mascarilla. Yo me sentía en desventaja, pues para enterarme de cualquier cosa, tengo por costumbre mirar al morro de las personas, al hocico. Es lo que mejor conozco, se me da bien. Para mí, los ojos solo son un complemento inquietante, más o menos oscuro. En fin, con esto de las mascarillas, tendré que volver a empezar. Por fortuna, era una veterinaria expresiva. Los ojos le hacían chiribitas, mientras nos contaba que tenía uno en casa, y que había que besarlo, «nada que temer, siempre que esté vacunado y sea un gato doméstico». Sus ojos castaños acompañando una voz cálida y amable que chocaba con la mascarilla; me fijé en cómo su aliento inflaba y desinflaba, y formaba un dibujo nuevo, indescifrable; aun así, yo trataba de desentrañar, de hallar indicios, e interpretar el abultamiento de una tela que se alternaba con la flacidez, al ritmo de su respiración. Me divirtió completar esos ojos pizpiretos con una boca de mi invención. Ya se sabe el juego que da la veladura, lo insinuado. Juraría que tenía una cara bien simpática.
Por la noche, consulto a un par de amigos que tienen gato -pienso en Likal, en Oihana-, y que tienen algo de gato, y que quisieran parecerse a un gato. Echo de menos el libro “Gatos”, del poeta colombiano Darío Jaramillo. Lo tengo en Aiboa. Me lo imagino estéril, cerrado, en la estantería. Consultaré internet, revisaré algún que otro poema temático. Todo esto son atajos, pero es que, como Teseo, sospecho que busco perderme en el laberinto; saber cada vez un poco más, ligar una historia con otra, mientras renuncio a mirar a este gato concreto que tengo delante.
Querido gato, confía en mí; juro que aprenderé a quererte pese a tanto viaje de ida y vuelta. Pero es que, a muchos de nosotros, no nos basta el mundo tal como se nos presenta a la vista. Y nos perdemos. Sin embargo, por otro lado, consuela saber que, tras el laberinto, siempre nos quedará la observación pura y dura del ser amado. Sí, amigo; disculpa, permíteme empezar de nuevo; trataré de borrar este batiburrillo recién aprendido sobre gatos; deja que entierre algún poema de urgencia, y a esa panda de escritores que solo quieren hablar de sí mismos con la excusa del gato. Es importante darse cuenta de que vamos a vivir juntos, a compartir un tiempo en el que habremos de mirarnos mutuamente. Eso me hace feliz y me emociona, aunque no haya cámaras. Todo irá bien, ya lo verás. Las cosas se irán haciendo.
Sin embargo, sigo interesándome e introduzco en el buscador “mejor documental sobre gatos”. Salen varios; escojo uno en el que nos remiten al antiguo Egipto. Cuentan que llevamos conviviendo cuatro mil años, como si fuese muchísimo tiempo; no sé qué pasa, pero no me impresiona. He hecho el cálculo: si dividimos cuatro mil años entre los quince de media que vive un gato, da para doscientas sesenta y seis generaciones de roce entre personas y gatos. De verdad que no me parece demasiado. De los arenales del antiguo Egipto, a la casa de la curva de Aquilino. Eso es todo lo que aleja a Henry del gato salvaje, de la domesticación. Según Sole, tarde o temprano, estaba destinado a convertirse en puré de gato.
Tuve una perra. Era amorosa. Me asomaba y le olía la boca; tengo que decir que esto lo hago cuando quiero mucho a un animal, pero también a una persona. Cuando lo llevo a cabo -con las personas, me he propuesto que suceda discretamente-, por fin tengo la sensación de hacerme con algo más que una idea; es una huella íntima que atesoro, una forma de identidad que permanece incluso cuando estamos separados; y si no fuese así, si en ausencia de ese ser prevaleciese en mí sobre todo la voluntad de recordar, de luchar contra el olvido -incluso mediante la sugestión y el autoengaño-, todo esto saltaría por los aires en cuanto me reencontrase con esa persona, con ese animal; olfateo, como un sabueso cualquiera, y de pronto, vuelve y lo reconozco; es un registro que hago mío, y que me estaba esperando. Debe de formar parte del tan cacareado vínculo que pregonan los especialistas. A mí me funciona. Leo en Joubert: «El gusto aumenta la memoria; existe la memoria del gusto: nos acordamos de lo que nos ha gustado. Existe también la de la imaginación: nos acordamos de lo que nos ha encantado». Al final de la boca de Henry, un gatito recién estrenado, con unos dientes de leche en punta resplandecientes, me pareció percibir que olía muy, pero que muy remotamente, a pescado podrido. Todo en orden. Lo mío es un vicio.
Una perra entregada, una caniche color albaricoque. Estoy convencido de que esa entrega mutua no supuso el menor menoscabo para su psicología ni para la mía. Al contrario; se nos veía fuertes, enteros, radiantes. Probablemente, entrega no sea la palabra. Cierto que ella era mía, y yo, de ella. Así de sencillo. Pero la posesión tampoco sería el concepto más ajustado para definir aquello. Reconozco que había algo de territorial, pues allá donde dos se aman existe una suerte de círculo, y se tiende a protegerlo; aunque tampoco era esto lo que mejor aclararía por lo que pasábamos.
Trataré de ilustrarlo con dos ejemplos: En primer lugar, la perra nunca tuvo claro si era ella quien me permitía dormir en la cama, o era yo, el que cedía; la compartíamos, nos juntábamos ahí al anochecer; eso era todo. Nos fundíamos, nos confundíamos. En segundo lugar, nunca consideró que cuando la sostenía con las patas en alto, y ella cerraba los ojos, y me ofrecía su vientre cálido para que lo acariciase con una mano, podía haber sucedido un accidente, o incluso, podía haberla soltado, y ella pegarse un costalazo padre contra el suelo, y de ese modo, haberla dotado para siempre de otra relación conmigo y con el mundo. Este pensamiento sí que nos separaba a ambos, aunque ella no lo supiera. Pues yo, ¿cómo iba a evitar el pasar por ahí en alguna ocasión? Humano, demasiado humano. Ella no sabía del mal, no pudo concebir el crimen, el accidente, no se le pasaba por la cabeza; yo, sí. Solamente por esto, vivíamos en dos mundos distintos. ¿Qué le vamos a hacer, si nos entretenemos con esto, con la virtud, pero también con la cantidad de mal que podríamos haber hecho, y no hicimos?
Creemos fehacientemente que ella no sería capaz de imaginar cosa parecida, y solo por eso, nos sentimos bien a su lado, y hasta puede que la consideremos mejor que nosotros. Una perra; queremos a una santa suave, por fin despojada de esta… virtud maloliente y humana.
¿O acaso el potencial que tenemos las personas implicaría un añadido, una victoria moral, el saber que podíamos haber hecho algo, y, sin embargo, no hacerlo, e incluso decidir apartar la mirada de los abismos? ¿Sería más meritorio para nosotros portarse bien con esta perra, incluso con nuestro semejante, teniendo en cuenta las historias de fracaso y maldad de todo tipo que nos envuelven? Pero, a propósito de la perra, no somos mejor que ella, eso seguro. En la más aventajada de nuestras versiones, tal vez solo seamos algo mejores de lo que pensamos, eso es todo.
Volviendo al primer ejemplo, y cuidando de no perderme en la exposición, querría resaltar que se dio una forma de igualdad entre Tosca y yo, y ese punto era lo más alto, lo más conmovedor de nuestra relación, de lo que sucedió entre los dos, y de lo que pocas veces he alcanzado en la vida; de cómo lo veía ella, no guardo palabras, aunque me lo hizo saber. Definitivamente, amor es la palabra que conviene.
Yo, como siempre, hubiese preferido una hembra, pero Aquilino nos dijo que creía que era un macho. En fin, que venga sano. Por otra parte, con apenas dos meses, el minino era tan pequeño que aún cabía un margen de error. Yo seguía esperanzado, comparaba sus minúsculos genitales con fotos de sus congéneres en internet. También empecé a llamarle Enriqueta a escondidas, y no tan a escondidas: «Keta, Keta…» En mi deseo, cuando consultaba la pantalla del ordenador, lo que veía, casaba con el dibujo de una hembra; todo, salvo ese par de bultitos, tan leves. Sin embargo, no perdía la ilusión, hasta que vino una mujer del pueblo a ver cómo iba el muro de la cerca, y cuando oyó nuestras dudas y echó un vistazo al animal, nos llamó ignorantes, lanzó una risa corta y sonora, y se dio la media vuelta. Yo miré a Henry, súbitamente bautizado por esta comadrona deslenguada; es verdad que los suyos, ahora me parecieron, no solo unos atributos considerables, sino unos testiculazos, y yo, un tonto irredento, aunque se me cruzase por la cabeza alguna impertinencia contra la señora, pues a nadie le gusta que le llamen ignorante; sin embargo, callé.
Bueno, no lleva en casa ni una semana, y le decimos Gatete, Gatuni… Por lo que sea, el nombre de Henry no asienta en mi cabeza o en la de Sole, ni siquiera en la de los niños; tampoco me preocupa; no creo que este batiburrillo de apodos vaya a dar al gato una personalidad escindida. Me da por pensar que un perro se siente más apegado a su nombre, aunque tampoco de esto estoy seguro. De pronto, nos acordamos de la banda de psicólogos insistiendo en que repitamos a menudo el nombre de nuestro interlocutor, mirándole a los ojos -en mi caso, sería al hocico- para que este afloje, baje la guardia, y se derrita. Reconozco que suele funcionar. Pero es que no solemos buscar de las personas lo mismo que buscamos en Henry, o en la que fue mi perra.
Paradójicamente, el primer indicio de que existe confianza entre personas, en la intimidad, es que el nombre que nos pusieron nuestros padres no sirve; o tal vez lo obtuviéramos en el registro civil, tras mucho batallar. Da lo mismo. No sirve para quien nos ama.
Requerí ayuda de Likal. Además de charlar por teléfono, me envió un correo. Tiene cuarenta años y especifica que lleva conviviendo con gatos casi ininterrumpidamente desde los once. «Si el amo muere, un perro velará su cadáver hasta que la inanición y la tristeza se lleven también el alma fiel del pobre animal; un gato, ante tal coyuntura, devorará el cuerpo del difunto humano tan pronto este exhale su último aliento -si no antes.» Mi amigo los adora, suspira por convertirse en pienso para gatos.
Ayer vi otro documental que hacía hincapié en el instinto cazador del gato, y resaltaba su proverbial crueldad. En Nueva Zelanda, dice la voz en off que apenas hay depredadores naturales. Entonces, sale una pareja de pájaros incautos incubando unos huevos hermosos y blanquísimos en una playa de arena oscura. Esta especie se encuentra protegida, y goza de las atenciones de un grupo de estudiosos que observa alarmado cómo merma la población, al desaparecer una gran cantidad de huevos cada noche. Hasta que instalaron unos infrarrojos; entonces, se descubrió a un gato bandido, un descendiente de los que llegaron en barco de la Europa de hace un siglo, haciendo de las suyas. El comentarista hablaba de «estropicio macabro» porque el gato se comía solo la cabeza y dejaba el resto.
Luego cambiaron de continente y apareció Maisie. Esta era una gata fondona de lo rural inglés. ¿Sabes lo que hizo Maisie el último verano?, ¿ves esa casa de campo con estanques, pajaritos, setos, conejos y ratas? Por mucho que una pareja de jubilados la alimentara dos veces al día con un pienso sublime y la pensionaran, pese a su cuna mullida y a que Maisie podía holgar a su conveniencia, sin embargo, al caer la noche, la gata salía a cazar al jardín impelida por su instinto. También era otra clase de instinto el que le llevaba a la dueña a abrir su congelador, y mostrarnos pormenorizadamente el producto de las correrías de Maisie durante la última semana. Y por supuesto, estaba el instinto del que filmaba y nos lo contaba en un tono más o menos horrorizado. Mientras, la gata, subida en la alacena, frotándose contra su dueña. Posados sobre la encimera, un par de docenas de cadáveres menudos envueltos en papel de celofán, inventariados con su correspondiente pegatina. No sé qué tipo de récord veraniego ostentaba Maisie; algo así como el de la gata más mortífera de pajarillos, ratones y conejos del condado de Devon, incluso del Sur de Inglaterra. La señora confesaba mirando a cámara que no sabía si sentirse orgullosa o espeluznada. Pero se lo vi en la boca. Apostaría que se inclinaba por el orgullo. Soy un modesto experto interpretando bocas.
Frente al amor comunista del perro, que desafía la utopía, y se convierte en una más que plausible versión del cielo en la tierra, me parece que convivir con un gato podría significar lo contrario: tomar en consideración nuestras propias faltas y vicios como pudieran ser el egoísmo, el ensimismamiento y la molicie. Y es que no siempre somos serviciales, bonachones, o desprendidos, al contrario que tantos perros. Así como nos comportamos, son ellos, los gatos. Mientras lo vamos aceptando de nosotros, Henry pasea ligero por entre nuestra mesa escritorio, ajeno, sin culpa. Nosotros vamos deteriorándonos de minuto en minuto, incluso moralmente; él luce bello, elástico, y no resulta letal ni amenazador, como sí lo hace alguno de nuestros prójimos. Además, lleva consigo ese aire contemplativo, y nos preguntamos qué ha visto, qué ha alcanzado; qué tiene que nosotros no tenemos, en definitiva. Con él, en vez de certezas, nos entran dudas. Nos inclinamos a pensar que sí, que nos quiere; mientras que nosotros, le deseamos. Dame esa cosa que no tengo, déjame vivir junto a ti por si se me pega. ¿Verdad que me quieres, minino? No somos iguales, nunca lo seremos.
Podría suceder que un amo displicente mostrase aburrimiento de lo bueno, y se cansase de la lealtad perruna. Sería esta una suerte de perversión. Se ven cosas parecidas en el amor entre humanos. Pero esto no ocurre con los gatos. Deseas tocarle, hacerlo tuyo. Gatuni, probarás mi mano larga y nervuda, que sabe ser paciente; perseguirá tu ronroneo, y una vez alcanzado, no se detendrá. Te seguirá dando más y más gusto; veremos entonces qué pasa. A mí, cuánto me gusta que te guste. Me acuerdo de mi perra; yo no hacía más que intensificar esos amores para, así, descubrir algo juntos. Ahora sé lo que hicimos: crear un vínculo, vivir en él. Aún procuro practicar esto mismo con algún otro ser de los que me rodean; pero relajado. Sin embargo, cuando llega mi hijo a la habitación, a la butaca, me aparta impaciente, y me lo quita de encima. Le pido por favor que no arranque a Henry de mis brazos, que se espere. «Vale, papá.» Un instante después, es todo suyo. Pero ten cuidado, le digo. Da gusto ver a los niños; cómo le tocan, las voces que ponen, cómo le buscan. Viene de su casa. Su casa somos nosotros. Están aprendiendo a tocar, y a proteger; a dar y a recibir placer. Alguna vez, Henry se levanta. Significa que está molesto, incómodo; se marcha. No pasa nada, al gato le tiene que apetecer estar contigo. No vale con atraparle, con imponerte. Y ahora, mira; ha vuelto para que le acaricies. Ya está ronroneando. Por otra parte, León nos viene contando desde que tenía dos años que antes de conocernos, estuvo viviendo en otra casa con una familia de gatitos. Los dos hermanos se irán haciendo cargo de Henry, vamos a aprender muchas cosas. En el amor, si acaso, dar más que recibir. Pero no me atrevo a decírselo.
Cuando Montaigne jugaba con su gato en la biblioteca del torreón, se preguntaba quién jugaba con quién. Subo a Henry a la colcha y busco su instinto de cazador. Convoco sus destrezas, jugando al péndulo con un calcetín; él se agazapa, ataca y retrocede. Jugar es imaginar, es ir más lejos. ¿Cuándo parar? Ya marca con las uñas, con los dientes. Luego, volvemos al sosiego. Es bello y terrible ver las posibilidades de un gato, como las posibilidades de un humano. De nuevo, salimos a cazar. Después de un último asalto, lo acaricio hasta el placer.
Han asegurado en el documental que los gatos no ven bien las letras. Por alguna razón, me tranquiliza saber que no puede leer. Quizá no lo necesite. Si yo supiese observar con esas pupiles mystiques, que dice Baudelaire, y luego entornar los ojos, y acaso meditar, o desfilar a paso ligero hasta la modorra… En cambio, los lectores se saben pasto de la muerte, y leen, cada vez más miopes, y apenas entienden de meditar, o de poner la mente en blanco; no se lo permiten.
De vez en cuando, Henry se arrima a la pantalla, tal vez busque el calor que desprende el aparato. Sienta su culo sobre mis teclas. Escribe y completa los textos a su manera.
Tiene algo de animal tecnológico frío y elegante, de reclamo publicitario de Apple. Es posible que le importe una mierda lo que hagamos. De pronto, echamos de menos el lengüetazo del perro y su refrendo absoluto. Gatete rezuma narcisismo, ingratitud y galbana. Pero en solo unos días, siento que me muevo por la casa con más cuidado. Nos hace más delicados, y es posible que nos ayude a sobrellevar nuestro egoísmo, a la vez que enaltece la independencia, y su ejercicio. Por otro lado, con el gato, como con los niños, el juego siempre anda cerca.
Esto hay que aclararlo. Si me despertase, en un mundo solo de perros y de gatos, cómo echaría de menos a mis semejantes. Porque me gusta también peinarlos, jugar con ellos, acariciarlos; a algunos, hasta me gusta olerles y marcarlos. O salir juntos de paseo; comparto con ellos, sobre todo, la duda, que nos humaniza.
Al contrario que nuestros hijos, descansa mucho saber que el gato Henry no se va a insertar en la sociedad; que para él no hay «un día de mañana». Sole y yo, tumbados sobre la cama, le miramos jugar en la penumbra, dar esos saltos. Es como si depositásemos en él nuestro cansancio, y el gato lo reciclara para nosotros. Echa a correr; de pronto, se detiene en medio de su carrera, no sabemos si fascinado, o escéptico. Sole y yo descansamos mirándole. Mirar a otros para no mirarse a uno mismo -vocación tácita de paternidad compartida.
Es un tío elegante, y eso nos obliga a todos en casa. Quizá estábamos descuidándonos. Nos vendrá bien. El discurso sobre la delicadeza no acababa de cuajar del todo con Álvaro y León, y ahora, en presencia de Henry, toma forma.
Se me olvidaba. Tiene los ojos azules y es de pelaje blanco, salvo las orejas y la cola, rayadas y ligeramente horneadas, del color de la costra de la crema catalana.

IÑIGO LARROQUE