EL BESO DEL PERRO LOBO

foto perro

Cómo iba a imaginar, aquella tarde amable en que bajábamos a buscar leche a la vaquería de Pilar, a Barriopalacio, que apenas unos minutos más tarde, me llevaría una dentellada… Pero todo llega, para todo hay ocasión, y no sabemos de dónde vendrá la herida, y qué nos atemorizará de ahí en adelante.

Respecto a los perros, hasta hace una semana, pensaba que sabría cómo eludir una situación fea; bastaría con mostrar cierta firmeza, alejar la impresión y, en el peor de los casos, exhibir una vara de avellano. Ya los había tenido pisándome los talones en aquellas noches de República Dominicana, en que me movía en medio de la oscuridad, por los caminos, para visitar a Yaritza. Salían a la carrera desde algún caserío disperso y yo quería pasar un rato a solas con Yari, lo necesitaba, y para eso tenía que continuar andando imperturbable, como un funambulista; ya están aquí: aguantas, soportas los mordiscos al aire y los ladridos que te dibujan el calcañar, marcando, cortejándote durante demasiados metros, hasta que, por fin, los dejas atrás, y se esfuman en la noche. Yo llegaba alterado a la cita, era como un poema de San Juan de la Cruz, del amado con la amada, pero en el Caribe, en la línea de frontera con Haití; los perros solo representaban un obstáculo más entre ella y yo. Después de nuestro encuentro, regresaba a mi cabaña, desandando el camino, y en alguno de los tramos en que los perros me daban tregua, miraba al cielo de aquella isla, allá en lo alto, que era otra forma de escapar de aquellas veredas arboladas y oscuras.

Pero de esto, hace ya algunos años, y la mordida ha sido apenas hace una semana, en este pueblo de Cantabria. Creía que apenas se producían ataques contra los adultos; «protejamos sobre todo a los pequeños, no vayan a llevarse un susto», y cuando hace unos días vi a mi vecino Felipe, un lugareño, hablando del mal rato que pasó al bordear la cerca de una finca en la que había una mastina leonesa, juzgué que ya era un poco mayor para esas aprensiones y tonterías. Luego, más tarde, a raíz del dolor, de súbito escarmentado, recordé que ya en una ocasión me había mordido un perro.

Fue en la avenida de Basagoiti, en una campa enfrente de la iglesia de San Ignacio. Era poco antes de la hora de comer; estaba con mi hermana pequeña, y había dado en jugar con un perro sin dueño, más o menos grande. Debía de ser un ejemplar joven, un tanto atolondrado; a ojos vista, el juego le excitaba más a él que a nosotros, y eso me extrañaba, pero le fui a tocar, como siempre, porque era un niño al que le gustaban los animales, y nunca había pasado nada. Por aquel entonces, no cruzaba un solo perro sin que yo lo acariciase. Mi hermana tenía que verlo y así, quedar de nuevo maravillada del desparpajo de su hermano mayor- ese afán didáctico y exhibicionista del primogénito- pero aquel mediodía, se las trajo para subirse a una tapia, mientras el perro me revolcaba. Desde allí, pedía socorro a los paseantes algorteños, que eran pocos, porque ya digo que era la hora de comer, y se hacía tarde; en el suelo, el animal embestía a placer y me tentaba, tirándome algún que otro bocado; de pronto, el tontiloco iniciaba alguna carrera para poco después, interrumpirse y regresar obstinado como un mal sueño; su hocico trabándose contra unos brazos magullados que trataban en vano de protegerse de sus acometidas; afortunadamente para los paseantes, empezó a caer una llovizna providencial- «Por favor, ayuden a mi hermano»- suplicaba tensa; Jimena sacó una voz nueva, aunque todavía moldeada y respetuosa: esto es, ineficaz. Descubrió que no sabía gritar ni llenar su voz de miedo- éramos unos niños tan bien educados. Nosotros, estábamos en una campa; ellos, en el paseo, a unos cuantos metros; pero caía esa clase de lluvia que exime de cualquier cosa que no sea protegerse, y que provoca que el viandante apriete el paso, o que se cobije en los soportales de la iglesia, encienda un cigarro, dando la espalda a la intemperie; ya se sabe, la consabida contrariedad que traen las cuatro gotas; además, era la hora de comer, y se hacía tarde; olía a domingo por todas partes, y el grito inaugural de una niña asustada que pedía socorro se perdía, se ahogaba amortiguado contra las prendas verdes, grises, o marrones; no solo eso, sino que de pronto, se levantó al unísono entre los paseantes un fortín de paraguas y gabardinas; bueno, tampoco había demasiados algorteños; apenas algunos rezagados a la salida de misa de una que se apresuraban en abandonar el lugar; otros pocos, arracimados en los soportales de la iglesia, girados todavía hacia el altar, con la misa acabada, se hacían los sordos o acaso los beatos en la casa de dios que, sin embargo, devolvía el eco, pues el pórtico tenía y tendrá una acústica excelente a prueba de lluvias que silencian, para identificar a esos dos niños, o cualesquiera que pidan auxilio en la campa de enfrente de la iglesia y de aquellas escalinatas, donde se casaban cada año sus primas y sus primos engalanados, se enterraban escalonadamente a sus viejos tíos y tías, y la feligresía se daba la paz cada domingo en misa de una.

En una de esas carreras, el perro se perdió para siempre, y yo pude subirme junto a mi hermana a la tapia. Finalmente, hacer el mono y subirse a aquella tapia fue lo único que nos salvó el pellejo. Entre otras cosas, acabé asustado por lo rápido que cambia una situación de juego, a una de peligro. Todavía con los aullidos de mi hermana recién desatendidos, los dos hermanos, que se dieron o no la mano -de eso ya no me acuerdo-, nos encaminamos a comer a casa de la abuela; solo había que esperar a que el semáforo se pusiera en verde. Echábamos la vista atrás, aunque ya no volvimos a saber del perro. Tocamos el telefonillo, y nos metimos al portal. Eran más de las dos y media, llegábamos tarde a comer; había que entrar por la puerta contándolo todo.

En esta cuesta, en esta curva cerrada en medio de un monte verde entre dos pueblos verdes, el perro chasca la mano, es todo rápido como un relámpago, cerca de las articulaciones, acertando venas y nervios, buscando tu sangre verde. Chac, dentellada. Como estaba con mi hijo en brazos, hice igualito que una esfinge, ni frío ni calor, no fuese a creer el crío que el perro era un ser malvado -es posible que la tontería de un padre protector no tenga fin. Bueno sí, cuando me crujió la mano, tal vez se me notase una ligera indisposición, como quien recibe tres mensajes seguidos en medio de un funeral, y le vibra el bolsillo del pantalón, y se ve forzado a poner ante la concurrencia una cara de sorpresa y de disgusto por el qué dirán. Luego, vendría un calor y un dolor localizado, una concentración de partículas, una fiesta, una congregación, una orgía concentrada en una funda, en un estuche, en una cajita fuerte y estrecha; de pronto, una explosión de dolor. Minutos después, unos dolores fantasmas se paseaban de la muñeca a la palma de la mano, e incluso subían al antebrazo; un hormigueo y ninguna fuerza. Los dientes hacen su trabajo, son un recordatorio; que te mastiquen y seguir vivo. Raza lobera: saben dónde pinzar, qué desgarrar; tarde o temprano, tras la descarga, se producirá una debacle y si fueses una presa, una liebre, un conejo de monte, y hubieses conseguido escapar de milagro ladera arriba, estarías tocado, y sería cuestión de minutos, acaso un par de horas, el deshacerte, el desangrarte y quedar exánime. Esto acaba de empezar. Nada de esto hubiese pasado si, al agarrar el dueño a su perro, tras haber jugado Álvaro a lanzarle la zapatilla, y amarrarlo de nuevo a la cadena, que estaba pegada a su comedero, nos hubiésemos despedido de Bubu, pero su madre y yo estábamos pendientes de León, que estaba jugando con una perra recién parida, también lobera. Esta amamantaba a sus cachorros, y andaba como loca esquivando ocho filas de dientecitos puntiagudos que reclamaban sus tetas. La casa de la Venta, la casa de la curva, habitada por Aquilino, el dueño de Bubu, con el que mi hijo había estado jugando a tirarle la carcasa de una zapatilla tras una cerca, y este la cogía al vuelo, o la buscaba hasta que volvía con ella, contento y sumamente silencioso.

Su dueño le quitó la suela de la boca y colocó a Bubu la cadena; seguido, entró a buscar una azada al interior de su casa. Quería enseñarnos un huerto asilvestrado que tiene y regalarnos una mata de frambuesas. Pero Álvaro ya se había acercado al perro, que rabiaba por el juego recién interrumpido hasta no se sabe cuándo. Ahora ya no era el brioso jugador de cojo la zapatilla, sino un perro en su rincón, guardián de la curva, de quien solo se espera una cosa; el resentido, el preso, un profesional de la intimidación; pero el niño de cinco años aún no sabe de esto; está a punto de aprender; acerca la mano con la intención de acariciar; sin embargo, pisa la escudilla, se lía con la cadena y al aviso, al chasquido de unos dientes cortando el aire, el hijo lo llamó mordida. Acudió corriendo a mis brazos, pegó un salto, y yo le tranquilizaba, demorando un instante el mirar la causa de su lloro, para no asustarle ni asustarnos; pero miré y su madre miró, y comprobamos que no había pasado nada. Entonces, me acerqué al perro como un patriarca, a separar las aguas en dos. Le dije que no pasaba nada, no quise que cogiera miedo, y busqué la noble cabeza del can con la única mano de que disponía, la izquierda, pues la diestra soportaba el peso de Álvaro; eso, que tan buenos resultados me ha dado a lo largo de la vida. Esta vez, hubo silencio y mucho calor. Mientras tanto, León había abandonado a los cachorros, a la hembra desquiciada, y era el tercer macho de nuestra familia empeñado en acercarse al perro encadenado. Podíamos haber sido tres “Larroques” heridos de modo consecutivo. Sole no daba crédito, con tres tontos a su cargo; y “el patriarca”, a punto de cumplir los cuarenta y dos, se llevaba la palma. Menos mal que su madre atajó el impulso del pequeño León, que rabiaba por no dar unas carantoñas a Bubu. Era todo confuso, probablemente un comité de expertos internacionales resolvería que hubo un problema de comunicación en aquella curva perdida de la mano de dios. Y la imprudencia, como el lagarto y las abejas, campando a sus anchas. Supongo que hubiésemos sido noticia en el hospital de Sierrallana: Una nueva plaga de machos tontos y amigos de los animales. En fin, nos dimos el piro discretamente; más que discreta, si lo pienso, tal vez fuera una huida solapada, o una despedida abrupta, ¿qué sé yo? Recuerdo a Sole demudada, mientras Aquilino aparecía con una crema antinflamatoria de su creación, su agobio, y una batería de buenas palabras inconexas. Yo le correspondí con alguna otra insensatez que pretendía ser amable con el perro, con el dueño, con la tarde, y hasta con la madre que me parió. Nos despedimos, seguimos camino a Barriopalacio, apurando el tramo de bajada que nos separaba del pueblo. Yo disimulaba ante mis hijos, ¿qué se puede esperar de alguien que empuña una vara de avellano con la diestra, y que le susurra a Sole que se marea, y que tiene ganas de vomitar, mientras da la mano siniestra a su hijo León? A su vez, este pugnaba aún enrabietado por no poder tocar a un perro que acababa de estrenarse en carne humana. Poco después, los niños quisieron merendar: León exigía membrillo, pero no cacahuetes, y Álvaro se desmoronó, pues le faltaba una chocolatina de envoltorio azul.

Nos habíamos detenido en la casa de la curva porque este señor eremita que no baja a Barriopalacio ni sube a Calga, que vive en medio de una curva, y que ya nos había suscitado a los cuatro una fuerte curiosidad, se ofreció a enseñarnos a una hembra recién parida con ocho perritos. Cada vez que pasábamos a la altura de su casa, de camino a Barriopalacio, su perro ladraba, y él salía, y Álvaro le preguntaba cosas tales como «¿por qué llevas un calzoncillo encima del pantalón de chándal?», lo que nos daba para cruzar con él unas palabras atropelladas y algo chuscas. Pero esta vez, Aquilino nos había invitado a que viéramos los cachorros. Era un modo como otro cualquiera de conocerse mejor; a todos nos vendría bien. Además, los perritos eran una monada, solo había que estar atento a que no se tirasen a la carretera de acceso a Calga. Esta es una curva memorable, una pendiente que frenaría la escalada del mejor de los ciclistas, que impone, y escora, y ladea a los caminantes. Ahí vive Aquilino. En la curva. Lo llaman La venta. Nos hemos enterado a posteriori de que es un hombre solitario que perdió hace poco a su madre en una operación de cadera más o menos rutinaria. Me da un poco de vergüenza lo mucho que me gusta este hombre, pero es que todavía me pasan cosas así. Veo a alguien, me gusta, y le quiero conocer. A Sole también le ocurre lo mismo con este hombre, no necesitamos hablarlo. Creo que le recuerda a Goyo, un hombre de su pueblo que murió el año pasado. Como este, Aquilino tiene la barba poblada, mucho pelo, y recuerda a un evangelista exhausto, en horas bajas. Da gusto mirarle la cara. Goyo tenía esquizofrenia; pasó media vida sentado en un banco, a la entrada del pueblo, fumando unos canutos. Pero lo suyo no era esperar, era otra cosa. Un tío culto, buen conversador. Me pongo hielo en la herida, mientras debatimos si presentarnos o no en el hospital.

IÑIGO LARROQUE

 

Leave A Comment