La culebra
Se han decidido a arreglar el murete de enfrente de casa. Habían terminado de cenar después de una tarde de vaciado de la escombrera. Él se encontraba en la planta baja, medio desnudo; buscaba el cubo de la ropa sucia, cuando miró a través de la ventana, y vio en la calle a Leticia, la hija de la vecina. «Te ha pillado en culo pajarero», se burlaba Lola. Él salió escaleras arriba, meneando las nalgas para los suyos como una bailarina de music hall. Desapareció en el cuarto de baño con la intención de darse una ducha.
Entonces, oyó la manilla de la puerta. «¡Papá, una víbora!» Los tres salieron a la carrera. Se puso un pantalón de chándal y bajó. A pocos metros, congregadas bajo la luz de una farola, Leticia, Lola y sus dos hijos rodeaban a una culebra de apenas quince centímetros. «Tiene la cabeza de corazón, es una cría de víbora», aseguró Leticia.
Sus hijos se hicieron eco de aquello, propagándolo a los cuatro vientos con su trompeta de querubines. El animal presentaba la cabeza hendida de un varazo, pero el cuerpo aún daba sacudidas. Los angelitos, armados de palos, le atizaban, y lo que quedaba del bicho, se enroscaba y desenroscaba, dibujando eses cada vez más espaciadas.
Leticia contó que había entrado a la cuadra a echar de comer a las vacas; le pareció que algo que se movía en la oscuridad y agarró una tranca.
Era guapa, Leticia. No solían hablar demasiado con ella, daba gusto saber tanto de sus miedos en tan poco tiempo; enumeraba aventuras con toda clase de bichos, parecía que no se quería marchar; Lola tampoco le iba a la zaga. Las anécdotas se multiplicaban, así es como uno aprende en estos lugares. Historietas más o menos crudas, en línea recta con la niñez, que luego quedan repicando en tu cabeza. A estas gentes aguerridas les gusta el susto; asustarse y asustar. «Mucho cuidado con fuentes y bebederos -advierte Leticia-, y cómo nadan, esas asquerosas».
León, con sus tres años y el torso desnudo, seguía golpeando al animal; el otro, lo mismo. «Cuidado con la vara -avisó su padre- le vas a sacar el ojo a tu hermano».
Había que intervenir, matarla cuanto antes para que no sufriera. Se sumó al garrotazo. Sus hijos no acababan de entender del todo su intención, encuadrándole de inmediato entre los partidarios de la saña; redoblaron la descarga, felices de verse secundados por su padre.
Imaginó que el alma de la culebra los miraba estupefacta; había sido arrancada de su condición de joven individua con un futuro por delante; de súbito, transformada no solo en despojo, sino en mito.
Protestaba, aún sentía en algún lugar el deseo de seguir culebreando; trató de acordarse: refrescaba, acababa de oscurecer, había salido a dar una vuelta. Se había quedado embobada mirando un ratón de campo; alguna vez, había visto zampárselo a una vieja tía suya de un solo bocado, pero ella aún era pequeña, solo se alimentaba de renacuajos, de cucarachas y saltamontes. Se había propuesto ser el terror de los ratones, aunque por el momento, tuviese que conformarse con acecharlos. Durante el día, soñaba en su agujero que crecía.
Recibió el estacazo.
Es seguro que lo último que oyó la culebra fue hablar de culebras. Mientras, la ciencia de los hombres se abría paso. Álvaro, llevado por la curiosidad de saber cómo somos por fuera y por dentro, insistía desde sus cinco años en abrirla para ver sus órganos. Acuclillado, pedía permiso a su madre. «Si para eso bastara con sajarnos…», filosofaba su padre un tanto fatalista. En cualquier caso, esta vez no cedería a la urgencia, salpicada de morbo, del niño por ilustrarse. La culebra era poco más ancha que una lombriz fondona, bien alimentada. No la profanaron.
Mientras, Lola y Leticia seguían aireando historias de lagartos y culebras, de taimados sapos metidos dentro de una zapatilla. «Este de las culebras sí que es un miedo acendrado», pensó el padre. En medio de ese ambiente y sugestionado por las resonancias del bíblico: «y te herirá en la cabeza, y tú, le herirás en el calcañar…», se alzó la voz de Leticia: «Y ahora, dicen que las tiran desde el cielo».
Creyó que no había entendido bien. Ella debió de verle con el paso cambiado, porque insistió. «Sí, las tiran desde el cielo». Para sorpresa de él, Lola parecía conocer a qué se refería -será verdad que uno nunca termina de saber con quién comparte su vida. La gente que se ha criado en los pueblos, transmite en una frecuencia que se le escapa. «Sí -dijo Lola-, los ecologistas».
Tarde y mal, pero fue adivinando. Elvis sigue vivo; China quiere acabar contigo; el jovencito Trump liquidó a Kennedy con paracetamol adulterado (el que iba en el coche era un doble); y ahora, las serpientes caen del cielo.
Imaginó un nudo de cintas viscoso y asqueroso, un manojo palpitante de papardelle, una cabeza de medusa arrojada desde un avión por funcionarios de la naturaleza encapuchados; culebras endemoniadas que no perdonarían el mal rato del vuelo ni el impacto. Alguna se colaría irritadísima en el hueco que se abre entre tu cuello y la camisa para morir y matar inoculando veneno. Según ellas, las tiran los ecologistas para dar de comer a las águilas.
Así pues, fueron personas asqueadas de sus semejantes las que provocaron aquella plaga de serpientes. Esas que no dudarían en alimentar a un tiranosaurio con un muslo de veraneante gordinflas. La especie contra la especie, en este caso, contra las culebras. En la avioneta han dispuesto un laboratorio donde las crían y se reproducen. Una especie de vivero itinerante. Las introducen en cajas, como a gulas del norte. Un técnico coge un nudo con su mano enguantada hasta los codos y las echa a volar sobre nuestras cabezas pecadoras. Las águilas y los halcones más afortunados se las meriendan antes de tocar suelo.
El alma de la culebra muerta supo al instante que este era un bulo, una mentira sin fundamento. No obstante, la visión la asustó, y le hizo tanto daño como el primero de los palazos. Sin embargo, también descubrió que tener alma era ser clarividente. Anhelaba su nido, el calor de la piedra y aquella tarde ya irreversible; entendió que no había marcha atrás.
Se despidieron de Leticia. Antes de entrar en casa, miraron al cielo estrellado. El padre no creía en nada, tal vez en alguna frase suelta.
IÑIGO LARROQUE
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