La culebra
Habían terminado de cenar después de una tarde de vaciado de escombrera, paleando la carga en un remolque. Se han empeñado en arreglar el murete de enfrente de casa. Se encontraba en la planta baja, medio desnudo, buscando el cubo de la ropa sucia, cuando miró a través de la ventana, y vio a Patricia, la hija de la vecina, afuera de casa. Aquí no hay mucha gente joven. Se hacía pintoresco. «Te ha pillado en culo pajarero»-, bromeaba Sole. Él salió escaleras arriba, meneando las nalgas para los suyos como una bailarina de music hall, y desapareció en el cuarto de baño con la intención de darse una ducha.
Oyó la manilla de la puerta de la calle. «¡Papá, una víbora!» Los tres habían salido a la carrera. Se puso de nuevo los pantalones, y bajó. A pocos metros, congregadas bajo la luz de una farola, Patricia, Sole, y sus dos hijos, rodeaban a una culebra de apenas quince centímetros. «Tiene la cabeza de corazón, es una cría de víbora»-, dijo Patricia.
Sus hijos se hacían eco de aquello, propagándolo a los cuatro vientos con su trompeta de querubines. El animal tenía la cabeza hendida de un palazo certero, pero el tubo aún daba sacudidas. Los angelitos, armados de palos, le atizaban, y lo que quedaba del bicho, se enroscaba y desenroscaba, dibujando eses cada vez menos entusiastas.
Patricia contó que había sido cuando entró a la cuadra de su madre a echar de comer a las vacas; le pareció que algo que se movía en la oscuridad y agarró una tranca.
Era guapa, Patricia. No solían hablar demasiado con ella. Daba gusto saber tanto de sus miedos en tan poco tiempo; seguía aireando, enumerando aventuras con toda clase de bichos, y parecía que no se quería marchar; Sole tampoco le iba a la zaga. Las anécdotas se multiplicaban; intercambiaban casos, información, que es así como uno aprende en estos lugares. Historietas más o menos crudas, en línea recta con la niñez, que luego quedan repicando en tu cabeza. Así como estas son gentes aguerridas, les gusta el susto; asustarse y asustar. Mucho cuidado con fuentes y bebederos, advierte Patricia. Y cómo nadan, esas asquerosas.
León, con sus tres años y el torso desnudo, seguía administrando palazos a un pobre animal al que no se le acababa de escapar del todo la vida -vida como movimiento espasmódico. El otro, también; «Cuidado -avisó-, le vas a sacar el ojo a tu hermano con la vara.»
Intervino: había que matarla cuanto antes para que no sufriera. No le quedó otra que sumarse al garrotazo. Sus hijos no entendieron del todo bien su intención, sino que le encuadraron de inmediato entre los partidarios de la saña, pues redoblaron los palos al bicho, felices de verse acompañados por su padre.
Imaginó que su alma nos miraba estupefacta; había sido interrumpida, arrancada su condición de joven individua autónoma con un futuro por delante; de súbito, transformada no solo en despojo, sino en mito. Acaso fuese recibida por la primera serpiente edénica; al menos, esta, le daría alguna explicación.
Protestaba, sentía un vivo deseo de seguir culebreando; trató de acordarse: acababa de oscurecer, refrescaba, y ella había salido a dar una vuelta. Se había fijado en un ratón de campo. Se quedó embobada; alguna vez, había visto zampárselo a una vieja tía suya de un solo bocado, pero ella aún era pequeña, se alimentaba de renacuajos, de cucarachas y saltamontes. Se había propuesto ser el terror de los ratones, aunque por el momento, tuviese que conformarse con espiarlos. Durante el día, soñaba en su agujero con que crecía. Pero recibió un golpetazo que la precipitó en una muerte nueva, por estrenar.
Es seguro que lo último que oyó la culebra fue hablar de culebras. Mientras, la ciencia de los hombres se abría paso, y Álvaro insistía desde sus cinco años en que la quería abrir para ver sus órganos; acuclillado, pedía permiso a su madre; le da curiosidad saber cómo somos todos de verdad, por dentro y por fuera. «Como si pudiéramos saberlo con sólo sajarnos», filosofaba su padre un tanto fatalista. En cualquier caso, atajaron esa urgencia del niño por ilustrarse, salpicada de morbo. La culebra era poco más ancha que una lombriz fondona, bien alimentada. No la profanaron.
A su alrededor, seguían desfilando historias de lagartos y culebras, de taimados sapos metidos dentro de una zapatilla. «Este de las culebras sí que es un miedo acendrado», pensó. Entonces, en medio de ese cúmulo de frases que flotaban en el ambiente y, sugestionado por las resonancias de ese bíblico: «y te herirá en la cabeza, y tú, le herirás en el calcañar…», oyó que Patricia decía: «Y ahora, dicen que las tiran desde el cielo.»
Creyó que no había entendido bien. Sin embargo, ella debió de verle con el paso cambiado, porque insistió. «Sí, las tiran desde el cielo.» Para su sorpresa, Sole parecía conocer a qué se refería -será verdad que uno nunca termina de saber con quién comparte su vida. Esta gente que se ha criado en los pueblos, transmite en una frecuencia que a él se le escapa. Ahora, las tiran desde el cielo. «Sí -dijo Sole-, los ecologistas.»
Tarde y mal, pero fue adivinando. Bin Laden sigue vivo; China quiere acabar contigo; el jovencito Trump liquidó a Kennedy con paracetamol adulterado (el que iba en el coche era un doble); las serpientes caen del cielo.
Vio un nudo de cintas viscoso y asqueroso, un manojo palpitante de papardelle, una cabeza de medusa arrojada desde un avión por funcionarios de la naturaleza encapuchados; culebras endemoniadas, sedientas de venganza; no perdonarían el mal rato del vuelo ni el impacto. Les bastaría algo menos de un dedo para colarse irritadas en el hueco que se abre entre tu cuello y la camisa, deslizarse por tu escote, y morir inoculando veneno. Han sido los ecologistas, disque para dar de comer a las águilas.
Esos que no dudarían en alimentar a un tiranosaurio con un par de muslos de veraneante gordinflas. La especie contra la especie. Fueron personas asqueadas de sus semejantes las que provocaron aquella plaga de serpientes. En esos aviones, han dispuesto un laboratorio donde las crían y se reproducen. Una especie de viveros itinerantes. Luego, las introducen en cajas, como a gulas del norte. Un técnico enfundado en un mono verde, coge un nudo de culebras con su mano enguantada hasta los codos, y las echa a volar sobre nuestras cabezas pecadoras. Con suerte, las águilas y los halcones se las meriendan antes de tocar suelo.
El alma de la culebra muerta no supo qué pensar de ese destino. Ni siquiera se regocijó por haberlo esquivado. Supo al instante que era un bulo, una mentira sin fundamento. Sin embargo, esta visión última de un infierno a su medida, la asustó, y le hizo tanto daño como el primero de los palazos. Anhelaba su nido, la piedra caliente y aquella tarde ya irreversible; descubrió que tener alma era ser clarividente; por otro lado, entendió que no había marcha atrás.
Se despidieron de Patricia. Antes de entrar en casa, miraron al cielo estrellado. El padre no creía en nada. Tal vez en alguna frase suelta. Todo el mundo a la cama. Mañana será otro día.
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