Thomas Bernhard: El sobrino de Wittgenstein (fragmento)
Porque sentía como una vergüenza no estar aún en las últimas, mientras que mi amigo lo estaba ya. No tengo buen carácter. Sencillamente, no soy buena persona. Me aparté de mi amigo lo mismo que sus otros amigos, porque, como ellos, quería apartarme de la muerte. Temía enfrentarme con la muerte.
Porque todo en mi amigo era ya la muerte. Como es muy natural, él no se movía ya en los últimos tiempos, era yo quien hubiera tenido que dar señales de vida, lo que hacía efectivamente, pero daba señales de vida cada vez con intervalos más largos y con excusas cada vez más lamentables. De vez en cuando íbamos todavía al Sacher y al Ambassador, y naturalmente, porque era entonces lo que le resultaba más cómodo, también al Bräunerhof. Iba a verlo solo, cuando no tenía otro remedio, pero prefería hacerlo con amigos, para que compartieran conmigo el horror absoluto que ahora se desprendía de mi amigo, porque solo con él no lo hubiera soportado. Cuanto más implacable era su decadencia, tanto más elegante era ahora su atavío, pero precisamente aquellas prendas costosas y al mismo tiempo elegantes de su guardarropa, que había heredado de un príncipe Schwarzenberg muerto un año antes, convertían en tormento la vista de aquella persona ya casi totalmente sin vida. Sin embargo, no era en absoluto una imagen grotesca la que ahora mostraba, sino conmovedora. En verdad, de pronto nadie quería tener ya nada que ver con él, porque aquel que veían ahora a veces caminar por el centro de la ciudad con sus redes de provisiones, o apoyarse contra la pared de una casa, totalmente agotado, no era al fin y al cabo ya el mismo que, durante años, durante decenios, los había atraído, los había entretenido y soportado, el que había distraído su aburrimiento estúpido con sus inagotables locuras del mundo entero y, con sus chistes y anécdotas, había opuesto a su embrutecimiento vienés y de la Alta Austria aquello de lo que nunca habrían sido capaces. Había acabado definitivamente la época de sus absurdos relatos de viaje por todo el mundo, lo mismo que su caracterización despiadada y, por consiguiente, ridiculización real de su familia, que lo despreciaba y, finalmente, realmente lo odiaba, y que él sólo calificaba de museo inagotable de curiosidades católico- judíonacionalsocialistas, con el mayor gusto por la ironía y el sarcasmo y con todas sus dotes innatas para el teatro. Lo que contaba ahora a veces, aquí o allá, no tenía ya el perfume y aroma del gran mundo, como suele decirse, sino más bien el olor de la pobreza y de la muerte. Sus trajes, aunque eran los mismos trajes elegantes de siempre, no producían ya en quien los veía aquel efecto mundano y que, en cualquier caso, inspiraba respeto, sino que de repente eran realmente raídos y pobres, como todo lo que todavía se atrevía a decir. Tampoco iba ya en taxi a París, por no hablar de Traunkirchen o Nathal, sino que, sólo con calcetines de lana en los pies y con una pequeña bolsita de plástico en la que guardaba sus zapatillas de gimnasia sucias, que se convirtieron con el tiempo en su calzado preferido, iba en algún departamento de segunda clase, metido en un rincón, directamente a Gmunden o Traunkirchen. En su última visita a Nathal llevaba una camiseta de polo de la época de la posguerra y pasada de moda hacía ya casi medio siglo, hecha a medida para aquel fanático de la vela pero desde entonces nunca lavada, y además las ya mencionadas zapatillas de gimnasia. Ahora, al entrar en el patio de Nathal, no levantaba ya la vista sino que la mantenía baja. Ni siquiera la más agradable de las músicas que puse para él, un quinteto de viento de Bohemia, pudo librarlo más que un instante de su tristeza absoluta. Surgían una y otra vez los nombres de personas que lo habían acompañado toda su vida, pero que ahora, desde hacía ya tiempo, se habían apartado de él. Sin embargo, no brotó ya ninguna auténtica conversación, no hablaba más que con fragmentos de frases a los que, con la mejor voluntad, no se podía encontrar ninguna coherencia. La mayor parte del tiempo tenía la boca abierta, cuando no se sentía observado, y le temblaban las manos. Cuando lo llevé otra vez en coche a Traunkirchen, a su colina, agarró sin decir palabra su bolsita de plástico blanca con unas manzanas que había recogido en mi huerto de Nathal. En ese viaje recordé cómo se había comportado durante el llamado estreno de mi obra La partida de caza. La pieza, porque el Burg había creado para ello todas las condiciones necesarias, fue un fracaso total sin precedentes, porque los actores que la interpretaron, absolutamente de tercera clase, no apoyaron ni por un instante mi obra, como pronto pude comprobar, porque, en primer lugar, no la comprendían y, en segundo, la estimaban en muy poco y, además, habían tenido que actuar en ella más o menos como sustitutos de emergencia, lo que, como me consta, no fue ni indirectamente culpa suya, después de haber fracasado el plan de estrenar la obra con Paula Wessely y Bruno Ganz, para quienes al fin y al cabo la había escrito. Ninguno de los dos actuó al final en mi Partida de caza porque la compañía del Burg, como se la llama de forma afectuosoperversa, se había opuesto, más o menos unida, a la aparición de Bruno Ganz en el Burgtheater, por decirlo así no sólo por miedo existencial sino también por envidia existencial, porque Bruno Ganz, el mayor actor que Suiza ha producido nunca, había infundido a toda la compañía del Burgtheater nada más que lo que yo llamo un miedo artístico mortal, ese inmenso genio teatral de Suiza, y realmente tengo grabado en la cabeza todavía hoy, como una perversión triste y al mismo tiempo repulsiva de la historia del teatro en Viena, y al mismo tiempo también como una vergüenza irreparable de todo el teatro alemán, el hecho de que los actores del Burgtheater trataran de impedir e impidieraran efectivamente entonces la aparición de Bruno Ganz, incluso redactando por escrito una resolución y amenazando a la dirección, como se decía, en cualquier circunstancia y por todos los medios, como es sabido, porque en Viena, desde que existe el teatro, no decide realmente el director, sino que deciden los actores; el director, y sobre todo el del Burgtheater, no tiene nada que decir, y los llamados actores favoritos del Burgtheater han decidido allí siempre; sólo esos actores favoritos, a los que se puede calificar sin más de imbéciles, porque por una parte no entienden nada de arte teatral, y por otra se dedican a su prostitución teatral con una desvergüenza sin par, en perjuicio del teatro y en perjuicio del público, y tengo que decir que esas prostitutas del Burgtheater actúan desde hace decenios, si es que no desde hace siglos, ofreciendo el más malo de todos los teatros malos; esos, así llamados, actores favoritos, con sus nombres famosos y su débil comprensión del teatro, que sólo mediante el total abandono de sus recursos de actor y mediante la explotación más desvergonzada de su popularidad, por decirlo así en la cumbre de su falta de arte, una vez colocados por el absolutamente estúpido público teatral de Viena en el blanco corcel de la popularidad, se mantienen en el Burgtheater durante decenios y, la mayoría de las veces, hasta su muerte. En el instante en que la aparición de Bruno Ganz resultó imposible por la bajeza de sus colegas vieneses, también Paula Wessely, mi primera y única Generala, se retiró del proyecto, y como yo no podía librarme del contrato firmado, de la forma más disparatada, con el Burgtheater, en relación con La partida de caza, tuve que sufrir finalmente como estreno de mi obra una representación que sólo puedo calificar de asquerosa y que, como ya he señalado, ni siquiera era bien intencionada, como tantas cosas y casi todas en el escenario del Burgtheater de Viena, porque aquellos actores absolutamente carentes de talento que interpretaban los papeles principales confraternizaron a la menor resistencia con el público, exactamente de la misma forma desvergonzada con que los actores vieneses, en conjunto, confraternizan siempre con el público y hacen causa común con él, por tradición, desde hace siglos, en contra de la obra que interpretan y del autor que interpretan, al que inmediatamente y sin el menor escrúpulo atacan por la espalda, cuando se dan cuenta de que al público no le gustan esa pieza y ese autor ya desde los primeros instantes, por que no lo entiende ni entiende su obra, porque obra y autor le resultan demasiado difíciles, y es que los actores vieneses y, sobre todo, los llamados actores del Burgtheater, no hacen lo que sea por un autor y su obra, como sería totalmente lógico y por lo demás hacen los actores en Europa, y más aún si se trata de un autor nuevo, todavía sin foguear, como suele decirse, sino que vuelven instantáneamente la espalda al autor y a su obra en cuanto notan que el público no se entusiasma inmediatamente con lo que puede ver y oír al levantarse el telón. Hacen causa común al instante con el público y se prostituyen y convierten ese llamado primer escenario del área lingüística alemana, como se designa a sí mismo con sobrevaloración infantil, en el primerísimo burdel teatral del mundo, y no sólo en aquella funesta velada del estreno de mi Partida de caza. Aquellos actores del Burgtheater, inmediatamente después de levantarse el telón, como pude ver desde mi asiento en el gallinero, como la obra no llegaba al público enseguida, como suele decirse, se pusieron en contra de mí y de mi obra y por consiguiente actuaron inmediatamente en contra de mí y de mi obra, interpretando mal todo el primer acto de una forma tan burda como si hubieran sido obligados, por decirlo así, por la administración a interpretar miPartida de caza, y como si quisieran decir: la verdad es que estamos en contra de esta pieza horrible, mediocre y repulsiva, aunque no la dirección, que nos ha obligado a aparecer en esta obra.
Entrevista a Iñigo Larroque – revista UPV
Revista UPV Entrevista Iñigo Larroque
Anna Ajmátova – Todo me ha sido arrebatado
Todo me ha sido arrebatado: el amor y la fuerza.
Mi cuerpo, precipitado dentro de una ciudad que detesto,
no se alegra ni con el sol. Siento que mi sangre
congelada está.
Burlada estoy por el ánimo de la Musa
que me observa y nada dice,
descansando su cabeza de oscuros rizos,
exhausta, sobre mi pecho.
Sólo la Conciencia, más terrible cada día,
enfurecida, exige cuantioso tributo.
Y para responder, me cubro el rostro con las manos,
porque he agotado mis lágrimas y mis excusas.
Traducción. Kyra Galván
Imagen: Nathan Isaevich Altman, óleo sobre tela, 1914
Talleres de Escritura y Lectura 2014-2015
flyer escritura-lectura (1) (1)