«Pasatiempo» palabras de su editor, Rodrigo Arriagada
Reseña «Maneras de perderse» por Juan José Prior
Decir lo que uno quiera – El Cuaderno (elcuadernodigital.com)
La culebra
Se han decidido a arreglar el murete de enfrente de casa. Habían terminado de cenar después de una tarde de vaciado de la escombrera. Él se encontraba en la planta baja, medio desnudo; buscaba el cubo de la ropa sucia, cuando miró a través de la ventana, y vio en la calle a Leticia, la hija de la vecina. «Te ha pillado en culo pajarero», se burlaba Lola. Él salió escaleras arriba, meneando las nalgas para los suyos como una bailarina de music hall. Desapareció en el cuarto de baño con la intención de darse una ducha.
Entonces, oyó la manilla de la puerta. «¡Papá, una víbora!» Los tres salieron a la carrera. Se puso un pantalón de chándal y bajó. A pocos metros, congregadas bajo la luz de una farola, Leticia, Lola y sus dos hijos rodeaban a una culebra de apenas quince centímetros. «Tiene la cabeza de corazón, es una cría de víbora», aseguró Leticia.
Sus hijos se hicieron eco de aquello, propagándolo a los cuatro vientos con su trompeta de querubines. El animal presentaba la cabeza hendida de un varazo, pero el cuerpo aún daba sacudidas. Los angelitos, armados de palos, le atizaban, y lo que quedaba del bicho, se enroscaba y desenroscaba, dibujando eses cada vez más espaciadas.
Leticia contó que había entrado a la cuadra a echar de comer a las vacas; le pareció que algo que se movía en la oscuridad y agarró una tranca.
Era guapa, Leticia. No solían hablar demasiado con ella, daba gusto saber tanto de sus miedos en tan poco tiempo; enumeraba aventuras con toda clase de bichos, parecía que no se quería marchar; Lola tampoco le iba a la zaga. Las anécdotas se multiplicaban, así es como uno aprende en estos lugares. Historietas más o menos crudas, en línea recta con la niñez, que luego quedan repicando en tu cabeza. A estas gentes aguerridas les gusta el susto; asustarse y asustar. «Mucho cuidado con fuentes y bebederos -advierte Leticia-, y cómo nadan, esas asquerosas».
León, con sus tres años y el torso desnudo, seguía golpeando al animal; el otro, lo mismo. «Cuidado con la vara -avisó su padre- le vas a sacar el ojo a tu hermano».
Había que intervenir, matarla cuanto antes para que no sufriera. Se sumó al garrotazo. Sus hijos no acababan de entender del todo su intención, encuadrándole de inmediato entre los partidarios de la saña; redoblaron la descarga, felices de verse secundados por su padre.
Imaginó que el alma de la culebra los miraba estupefacta; había sido arrancada de su condición de joven individua con un futuro por delante; de súbito, transformada no solo en despojo, sino en mito.
Protestaba, aún sentía en algún lugar el deseo de seguir culebreando; trató de acordarse: refrescaba, acababa de oscurecer, había salido a dar una vuelta. Se había quedado embobada mirando un ratón de campo; alguna vez, había visto zampárselo a una vieja tía suya de un solo bocado, pero ella aún era pequeña, solo se alimentaba de renacuajos, de cucarachas y saltamontes. Se había propuesto ser el terror de los ratones, aunque por el momento, tuviese que conformarse con acecharlos. Durante el día, soñaba en su agujero que crecía.
Recibió el estacazo.
Es seguro que lo último que oyó la culebra fue hablar de culebras. Mientras, la ciencia de los hombres se abría paso. Álvaro, llevado por la curiosidad de saber cómo somos por fuera y por dentro, insistía desde sus cinco años en abrirla para ver sus órganos. Acuclillado, pedía permiso a su madre. «Si para eso bastara con sajarnos…», filosofaba su padre un tanto fatalista. En cualquier caso, esta vez no cedería a la urgencia, salpicada de morbo, del niño por ilustrarse. La culebra era poco más ancha que una lombriz fondona, bien alimentada. No la profanaron.
Mientras, Lola y Leticia seguían aireando historias de lagartos y culebras, de taimados sapos metidos dentro de una zapatilla. «Este de las culebras sí que es un miedo acendrado», pensó el padre. En medio de ese ambiente y sugestionado por las resonancias del bíblico: «y te herirá en la cabeza, y tú, le herirás en el calcañar…», se alzó la voz de Leticia: «Y ahora, dicen que las tiran desde el cielo».
Creyó que no había entendido bien. Ella debió de verle con el paso cambiado, porque insistió. «Sí, las tiran desde el cielo». Para sorpresa de él, Lola parecía conocer a qué se refería -será verdad que uno nunca termina de saber con quién comparte su vida. La gente que se ha criado en los pueblos, transmite en una frecuencia que se le escapa. «Sí -dijo Lola-, los ecologistas».
Tarde y mal, pero fue adivinando. Elvis sigue vivo; China quiere acabar contigo; el jovencito Trump liquidó a Kennedy con paracetamol adulterado (el que iba en el coche era un doble); y ahora, las serpientes caen del cielo.
Imaginó un nudo de cintas viscoso y asqueroso, un manojo palpitante de papardelle, una cabeza de medusa arrojada desde un avión por funcionarios de la naturaleza encapuchados; culebras endemoniadas que no perdonarían el mal rato del vuelo ni el impacto. Alguna se colaría irritadísima en el hueco que se abre entre tu cuello y la camisa para morir y matar inoculando veneno. Según ellas, las tiran los ecologistas para dar de comer a las águilas.
Así pues, fueron personas asqueadas de sus semejantes las que provocaron aquella plaga de serpientes. Esas que no dudarían en alimentar a un tiranosaurio con un muslo de veraneante gordinflas. La especie contra la especie, en este caso, contra las culebras. En la avioneta han dispuesto un laboratorio donde las crían y se reproducen. Una especie de vivero itinerante. Las introducen en cajas, como a gulas del norte. Un técnico coge un nudo con su mano enguantada hasta los codos y las echa a volar sobre nuestras cabezas pecadoras. Las águilas y los halcones más afortunados se las meriendan antes de tocar suelo.
El alma de la culebra muerta supo al instante que este era un bulo, una mentira sin fundamento. No obstante, la visión la asustó, y le hizo tanto daño como el primero de los palazos. Sin embargo, también descubrió que tener alma era ser clarividente. Anhelaba su nido, el calor de la piedra y aquella tarde ya irreversible; entendió que no había marcha atrás.
Se despidieron de Leticia. Antes de entrar en casa, miraron al cielo estrellado. El padre no creía en nada, tal vez en alguna frase suelta.
IÑIGO LARROQUE
EL BESO DEL PERRO LOBO
Cómo iba a imaginar aquella tarde amable en que bajábamos a buscar leche a la vaquería de Pilar, a Barriopalacio, que apenas unos minutos más tarde me llevaría una dentellada… Pero todo llega, para todo hay ocasión, y no sabemos de dónde vendrá la herida.
Respecto a los perros, hasta hace una semana, confiaba en que sabría cómo eludir una situación fea; bastaría con mostrar firmeza, alejar la impresión y, en el peor de los casos, amenazar con una vara. Ya los había tenido pisándome los talones en aquellas noches de República Dominicana, en que me movía en medio de la oscuridad, por los caminos, para visitar a Yaritza. Salían a la carrera desde algún caserío disperso, pero yo quería pasar un rato a solas con Yari, lo necesitaba, y debía continuar andando imperturbable, como un funambulista. Ya están aquí: aguantas, soportas los mordiscos al aire y los ladridos; te marcan el tobillo, cortejándote durante demasiados metros, hasta que por fin los dejas atrás y se esfuman en la noche. Yo llegaba alterado a la cita, era como un poema de San Juan de la Cruz, del amado con la amada, pero en el Caribe, en la línea de frontera con Haití. Los perros solo representaban un obstáculo más entre ella y yo. Después de nuestro encuentro, regresaba a mi cabaña, desandando el camino, y en alguno de los tramos en que los animales me daban tregua, miraba al cielo de aquella isla, allá en lo alto, que era otra forma de escapar de aquellas veredas oscuras y arboladas.
Pero de esto hace ya años, y la mordida ha sido apenas hace una semana, en este pueblo de Cantabria. Creía que apenas se producían ataques contra los adultos. «Protejamos sobre todo a los pequeños, no vayan a llevarse un susto», me decía, y cuando hace unos días mi vecino, un lugareño, me contó el mal rato que pasó al bordear una finca en la que había una mastina leonesa, juzgué para mis adentros que Felipe ya estaba mayorcito para esas aprensiones y tonterías. Luego, más tarde, a raíz del dolor, de súbito escarmentado, recordé que ya en una ocasión me había mordido un perro.
Fue en la avenida de Basagoiti, en una campa enfrente de la iglesia de San Ignacio. Era poco antes de la hora de comer. Me encontraba con mi hermana pequeña y había dado en jugar con un perro sin dueño, más o menos grande. Debía de ser un ejemplar joven, un tanto atolondrado. A ojos vista, el juego le excitaba más a él que a nosotros. Le fui a tocar, como hacía siempre, porque era un niño al que le gustaban los animales, y nunca había pasado nada. Por aquel entonces, no cruzaba un solo perro sin que yo lo acariciase. Además, mi hermana tenía que ver esto y así, quedar de nuevo maravillada del desparpajo de su hermano mayor- ese afán didáctico y exhibicionista del primogénito. Pero aquel mediodía, ella tuvo que subirse corriendo a una tapia, mientras el perro me revolcaba. Encaramada, pedía socorro a los paseantes algorteños, que eran pocos, porque era la hora de comer y se hacía tarde; en el suelo, el animal embestía a placer y me tiraba algún que otro bocado; de vez en cuando se interrumpía para, de pronto, reanudar la carrera y volver a la carga obstinado como un mal sueño; su hocico chocaba contra mis brazos magullados que trataban de protegerse de sus acometidas. Afortunadamente para los paseantes, no para mí, empezó a caer una llovizna providencial que empezó a dispersarles- «Por favor, ayuden a mi hermano»- suplicaba Jimena tensa. Pero nadie venía. Mi hermana sacó una voz nueva, aunque todavía moldeada y respetuosa: esto es, ineficaz. Así descubrió que no sabía gritar ni llenar su voz de miedo- éramos unos niños tan bien educados-. Nosotros estábamos en una campa; ellos, en el paseo, a unos cuantos metros, pero caía esa clase de lluvia que exime de cualquier cosa que no sea protegerse, y que provoca que el viandante apriete el paso o se cobije en los soportales de la iglesia y encienda un cigarro; además, era la hora de comer y se hacía tarde. Olía a domingo por todas partes y el grito inaugural de una niña asustada que pedía socorro se ahogaba amortiguado contra las prendas verdes o marrones, contra un fortín de paraguas y gabardinas- bueno, quizás tampoco había tantos algorteños, apenas algún rezagado a la salida de misa de una; algunos otros, arracimados en los soportales de la iglesia, girados todavía hacia el altar, se hacían los sordos acaso remisos a abandonar la casa de dios que, sin embargo, devolvía el eco, pues el pórtico tenía y aún tiene una acústica excelente a prueba de lluvias que silencian, para identificar a esos dos niños, o cualesquiera que pidan auxilio en la campa de enfrente de aquellas escalinatas-.
En una de esas carreras, el perro se perdió para siempre, y yo pude al fin subirme a la tapia junto a mi hermana. Así que mover el culo y trepar como un mono fue lo que me salvó el pellejo. Entre otras cosas, nos asustamos por lo rápido que cambia una situación de juego a una de peligro. Todavía con los aullidos de mi hermana ignorados, recién desatendidos- ella acabó aullando-, los dos hermanos, agarrados de la mano, nos encaminamos a comer a casa de la abuela. Había que esperar a que el semáforo se pusiera en verde. Cada poco, echábamos la vista atrás, aunque ya no volvimos a saber del perro. Tocamos el telefonillo y nos metimos al portal. Eran más de las dos y media, llegábamos tarde a comer. Solo nos salvaríamos si entrábamos por la puerta contándolo todo.
En esta otra cuesta, en esta curva cerrada en medio de un monte verde entre dos pueblos verdes, el perro tarasca la mano como un relámpago, hiere las articulaciones, acierta venas y nervios, busca tu sangre verde. Chac, dentellada. Como estaba con mi hijo en brazos, hice igualito que una esfinge, ni frío ni calor, no fuese a creer el crío que este animal pudiera ser peligroso -la tontería de un padre protector no tiene fin-. Bueno sí, cuando me crujió la mano, tal vez se me notase una ligera indisposición, como quien recibe tres mensajes seguidos en medio de un funeral y le vibra el bolsillo del pantalón y se ve forzado a poner ante la concurrencia una ligera mueca de sorpresa y de disgusto. Instantes después, vendría un calor, un dolor localizado, una concentración de partículas, una fiesta, una congregación, una orgía metida en una funda, en un estuche, en una cajita fuerte y estrecha. Un big Bang de dolor. Minutos después, unos dolores fantasmas se paseaban de la muñeca a la palma de la mano, e incluso subían al antebrazo; un hormigueo y ninguna fuerza. Los dientes hacen su trabajo, son un recordatorio de que te han masticado y sigues vivo. Raza lobera: saben bien dónde pinzar, qué desgarrar; tarde o temprano, tras la descarga, se producirá una debacle y si fueses una presa, una liebre, un conejo de monte, y hubieses conseguido escapar de milagro ladera arriba, estarías tocado, y sería cuestión de minutos, acaso un par de horas, el deshacerte, el desangrarte y quedar exánime. Esto solo acaba de empezar. Nada de esto hubiese pasado si, al agarrar el dueño a su perro, tras haber jugado Álvaro a lanzarle la zapatilla, y amarrarlo de nuevo a la cadena, nos hubiésemos despedido de Bubu. Pero su madre y yo estábamos pendientes de León, que se encontraba jugando con una perra recién parida, también lobera. Amamantaba a sus cachorros y andaba como loca esquivando ocho filas de dientecitos puntiagudos que reclamaban sus pezones correspondientes. La casa de la Venta, la casa de la curva, habitada por Edelmiro, el dueño de Bubu. Mi hijo había estado jugando a tirarle la carcasa de una zapatilla tras una cerca; el perro la cogía al vuelo, o la buscaba hasta que volvía con ella, contento y sumamente silencioso.
Hasta que Edelmiro quitó a Bubu la suela de la boca y le colocó la cadena. Seguido, entró a buscar una azada al interior de su casa. Quería mostrarnos un huerto asilvestrado que tiene y regalarnos una mata de frambuesas. Para entonces, Álvaro ya se había acercado al macho, que rabiaba por el juego interrumpido. Ahora ya no era el brioso jugador de cojo la zapatilla, sino un perro en su rincón, guardián de la curva, de quien solo se espera una cosa; el preso, el resentido, un profesional de la intimidación. El niño de cinco años estaba a punto de aprender, aún no sabía nada de esto. Acercó la mano con la intención de acariciar. Sin embargo, pisó la escudilla, se enredó con la cadena y al aviso del perro, al chasquido cortando el aire, el hijo lo llamó mordida. Acudió corriendo a mis brazos, pegó un salto, y yo le tranquilizaba, demorando un instante el calibrar la causa de su lloro, para no asustarle ni asustarnos. Miré y su madre miró, y comprobamos aliviadísimos que no había mordedura. Me acerqué al perro como un patriarca, a separar las aguas en dos. Le dije que no pasaba nada- lo último que quería es que cogiera miedo- y busqué la noble cabeza del can con la única mano de que disponía, la izquierda, pues la diestra soportaba el peso de Álvaro; eso, que tan buenos resultados me ha dado a lo largo de la vida. Esta vez, hubo silencio y mucho calor. Mientras tanto, León, que había dejado a los cachorros y a la desquiciada hembra, era el tercer miembro de nuestra familia empeñado en acercarse a tocar al perro encadenado. Podíamos haber sido tres “Larroques” heridos de modo consecutivo. Por poco. Sole no daba crédito, tres idiotas a su cargo; y “el patriarca”, a punto de cumplir los cuarenta y dos, se llevaba la palma. Menos mal que su madre atajó el impulso del pequeño, que rabiaba por hacer unas carantoñas a Bubu. Era todo confuso, un comité de expertos internacionales resolvería que hubo algo más que un problema de comunicación en aquella curva perdida de la mano de dios. La imprudencia, como el lagarto y las abejas, campaba a sus anchas. Por un pelo no somos noticia en el hospital de Sierrallana: una nueva plaga de machos tontos, amigos de los animales. En fin, nos dimos el piro discretamente. Recuerdo a Sole demudada, mientras Edelmiro aparecía con su agobio, una crema antinflamatoria de su creación y una batería de buenas palabras inconexas. Yo correspondí con alguna insensatez que pretendía ser amable con el perro, con el dueño, con la tarde, y hasta con la madre que me parió. Nos despedimos camino a Barriopalacio, apurando el tramo de bajada que nos separaba del pueblo. Yo disimulaba ante mis hijos. ¿Qué se puede esperar de quien lleva a su hijo mayor a cuestas, y le susurra a su mujer que se marea, y tiene ganas de vomitar, mientras da la mano siniestra a su otro hijo León, que a su vez pugna ciego, enrabietado por no haber podido tocar a un perro que acababa de estrenarse en carne humana? Poco después, a los niños se les antojó merendar: León exigía membrillo, pero no cacahuetes, y Álvaro se derrumbó, pues le faltaba una chocolatina de envoltorio azul.
Nos habíamos detenido en la casa de la curva porque este señor eremita que no baja a Barriopalacio ni sube a Calga, que vive en medio de una curva, y que ya nos había suscitado a los cuatro una fuerte curiosidad, se ofreció a enseñarnos a una hembra recién parida con ocho perritos. Cada vez que pasábamos a la altura de su casa, su perro ladraba y él salía, y Álvaro le preguntaba cosas tales como «¿por qué llevas un calzoncillo encima del pantalón de chándal?», lo que daba para cruzar con él unas palabras atropelladas y algo chuscas. Pero esta vez, Edelmiro nos había invitado a que viéramos los cachorros. Era una oportunidad para conocerse, nos vendría bien a todos. Además, los perritos eran una monada, solo había que estar atento a que no se tirasen a la carretera. Esta es una curva memorable, una pendiente que frenaría la escalada del mejor de los ciclistas, que impone, y escora, y ladea a cualquier caminante. Ahí vive Edelmiro. En la curva. Lo llaman La venta. Nos hemos enterado a posteriori de que es un solitario que perdió hace poco a su madre en una operación de cadera rutinaria. Me da un poco de vergüenza lo mucho que me gusta este hombre, todavía me pasan cosas así. Veo a alguien, me gusta y le quiero conocer. A Sole le ocurre lo mismo con él, no necesitamos hablarlo. Creo que le recuerda a Goyo, un hombre de su pueblo que murió el año pasado. Edelmiro tiene la barba poblada y mucho pelo, como un evangelista. Da gusto mirarle la cara. Goyo tenía esquizofrenia; pasó media vida sentado en un banco fumando canutos. Pero lo suyo no era esperar, era otra cosa. Un tío culto, buen conversador. Me pongo hielo en la herida, mientras debatimos si presentarnos o no en el hospital.
IÑIGO LARROQUE
EL GATO HENRY CONOCE AL CURIOSO IMPERTINENTE
Tenemos un gatito desde hace una semana. La otra tarde, pasábamos por la casa que está al borde de la curva, de camino a Barriopalacio. Fue Edelmiro el que nos lo ofreció, y cuando nos quisimos dar cuenta, León le había puesto el nombre de Henry y su hermano mayor asentía entusiasmado. Ya éramos cinco en casa. Imaginé lo placentero que sería disponer de un tiempo largo y pausado para observar a este animal, y verlo crecer; pero de inmediato, me puse a buscar en internet información sobre gatos. Lo tenía delante de mí, enfocándome; si hubiera querido saber solamente de Henry, hubiese bastado con devolverle la mirada y no quitarle los ojos de encima.
Pero al contrario que Tomás el apóstol, no confío exclusivamente en mis ojos. En realidad, ¿por qué habría de existir conflicto entre la pura observación y el divagar sobre el ser amado, en cualquiera de sus formas? Esto es lo que hacemos cuando leemos, vemos películas, o atendemos historias sobre terceras personas. En cualquier caso, no me limitaría a mirar a Henry; tomaría atajos; de esa forma, tal vez ganase tiempo, además de entretenerme y distraerme. Así que leo aquí y allá en algún blog de gatos. Le doy la espalda mientras escribo estas notas.
Ayer fuimos a desparasitarlo. En su primera visita a la veterinaria, disparo a quemarropa: «¿se puede besar a un gato en los bigotes? Lo digo sobre todo por los niños». Esto último era una verdad a medias. En aquella consulta, teníamos puesta la mascarilla. Me sentía en desventaja, pues solo puedo interpretar el rostro de una persona mirándole al morro, al hocico. Es lo que mejor conozco, se me da bien. Para mí, los ojos son un complemento inquietante, más o menos oscuro. En fin, con esto de las mascarillas, tendré que empezar de cero. Por fortuna, era una veterinaria expresiva. Los ojos le hacían chiribitas, mientras nos contaba que tenía gato en casa, y que había que besarlo, «nada que temer, siempre que esté vacunado y sea un gato doméstico». Sus ojos castaños y una voz cálida y amable se daban de tortas con la mascarilla; me fijé en cómo su aliento inflaba y desinflaba la tela al ritmo de su respiración, formando un dibujo que yo trataba de desentrañar, y así hallar indicios de no se sabe qué. Me divirtió completar esos ojos pizpiretos con una boca de mi invención. Ya se sabe, el juego que da la veladura, lo insinuado. Juraría que tenía una cara bien simpática.
Por la noche, consulto a un par de amigos que tienen gato -pienso en Likal, en Oihana-, y que tienen algo de gato, y que quisieran parecerse a un gato. Echo de menos el libro “Gatos”, del poeta colombiano Darío Jaramillo. Lo he dejado en Aiboa. Me lo imagino estéril, cerrado en la estantería. Consultaré internet, revisaré algún que otro poema temático. Todo atajos, pero es que, como Teseo, sospecho que lo que busco es perderme en el laberinto; saber cada vez un poco más, ligar una historia con otra, mientras renuncio a mirar a este gato concreto que tengo delante.
Querido gato, confía en mí; juro que aprenderé a quererte pese a tanto viaje de ida y vuelta. Sucede que a muchos no nos basta el mundo tal como se nos presenta a la vista. Y nos perdemos. Sin embargo, consuela saber que, tras el laberinto, siempre nos quedará la observación pura y dura del ser amado. Sí, amigo; disculpa, permíteme empezar de nuevo; trataré de borrar este batiburrillo recién aprendido sobre gatos; deja que entierre algún poema de urgencia, y a esa panda de escritores que solo quieren hablar de sí mismos con la excusa del gato. Me doy cuenta de que vamos a vivir juntos, a compartir un tiempo. Habremos de mirarnos mutuamente, y eso me hace feliz y me emociona, aunque no haya cámaras. Todo irá bien, ya lo verás. Las cosas se irán haciendo.
Pero introduzco en el buscador “mejor documental sobre gatos”. Escojo uno que remite al antiguo Egipto. Cuenta que llevamos conviviendo cuatro mil años, como si fuese muchísimo tiempo; no sé qué pasa, pero no me impresiona. He hecho el cálculo: si dividimos cuatro mil años entre los quince de media que vive un gato, da para doscientas sesenta y seis generaciones de roce entre personas y gatos. De los arenales del antiguo Egipto, a la casa de Edelmiro. Eso es todo lo alejado que está Henry del gato salvaje. Según Sole, en esa curva estaba destinado a convertirse en puré de gato.
Hace tiempo, tuve una perra amorosa. Me asomaba y le olía la boca; esto lo hago cuando quiero mucho a un animal, pero también a una persona. Entonces, tengo la sensación de hacerme con algo más que una idea; es una huella íntima que atesoro, una forma de identidad que permanece incluso cuando estamos separados. A mí me funciona. Leo en Joubert: «El gusto aumenta la memoria; existe la memoria del gusto: nos acordamos de lo que nos ha gustado. Existe también la de la imaginación: nos acordamos de lo que nos ha encantado». Al final de la boca de Henry, un gatito recién estrenado, con unos dientes de leche en punta, percibí que olía muy, pero que muy remotamente, a pescado podrido. Todo en orden. Lo mío es un vicio.
Tuve una perra entregada, una caniche apricot. Estoy convencido de que esa entrega mutua que nos dedicamos no supuso el menor menoscabo para su psicología ni para la mía. Al contrario; se nos veía fuertes, lozanos, radiantes. Probablemente, “entrega” no sea la palabra. Cierto que ella era mía, y yo, de ella. Así de sencillo. Tampoco “posesión” sería el concepto más preciso para definir aquello. Reconozco que había algo de territorial, pues allá donde dos se aman existe una suerte de círculo y se tiende a protegerlo; sin embargo, no es esto lo que mejor aclararía por lo que pasábamos.
En fin, nunca tuvimos claro si era ella quien me permitía dormir en la cama, o era yo el que cedía; la compartíamos, nos juntábamos ahí al anochecer; eso era todo. Por otro lado, nunca se le pasó por la cabeza que cuando yo la sostenía como un bebé, y ella cerraba los ojos, y me ofrecía su vientre cálido para que lo acariciase, podía haberla soltado. Se hubiera pegado un costalazo padre contra el suelo, dotándola para siempre de otra relación conmigo y con el mundo. Aunque ella no lo supiera, este pensamiento sí que nos separaba a ambos. Pero yo, ¿cómo iba a evitar la fantasía? Humano, demasiado humano. Ella, ¿qué sabía del mal? Incapaz de concebir el crimen, el pecado, ni siquiera consideraba la posibilidad de un accidente. Yo, sí. Solamente por esto, vivíamos en dos mundos distintos. ¿Qué le vamos a hacer, si nos entretenemos con esto, con la virtud, pero también con la cantidad de mal que podríamos haber hecho y no hicimos?
Creemos fehacientemente que ella no sería capaz de imaginar cosa parecida, y solo por eso, nos sentimos bien a su lado, y hasta puede que la consideremos mejor que nosotros mismos. Una perra; buscamos una santa suave, despojada por fin de nuestra virtud maloliente y humana.
Pese a todo, se dio una forma de igualdad entre nosotros. Ese punto era lo más alto y conmovedor de nuestra relación, de lo que sucedió entre los dos, y de lo que pocas veces he alcanzado en la vida; de cómo lo veía ella, no guardo palabras, aunque me lo hiciera saber. Definitivamente, “amor” es la palabra que conviene.
Yo, como siempre, hubiese preferido una hembra, pero Edelmiro dijo que Henry era macho. En fin, que venga sano. Sin embargo, con apenas dos meses, el minino era tan pequeño que aún cabía un margen de error. Yo seguía esperanzado. Además, empecé a llamarle Enriqueta a escondidas, y no tan a escondidas: «Keta, Keta…» Era tal mi deseo que, cuando consultaba la pantalla del ordenador, lo que veía casaba con el dibujo de una hembra; todo, salvo ese par de bultitos casi invisibles, impertinentes. Sin embargo, no perdía la ilusión, hasta que se acercó una mujer del pueblo a ver cómo iba el muro de la cerca y, cuando oyó nuestras dudas y echó un vistazo al animal, lanzó una risa corta y sonora, nos llamó ignorantes, y se dio la media vuelta. Miré a Henry, definitivamente bautizado por esta comadrona deslenguada; de súbito, los suyos me parecieron unos testiculazos, y yo, un tonto irredento, aunque se me cruzase por la cabeza alguna pulla contra la señora, pues a nadie le gusta que le llamen ignorante.
Bueno, no lleva en casa ni una semana, y le decimos Gatete, Gatuni… Por lo que sea, el nombre de Henry no asienta en mi cabeza, en la de Sole, ni siquiera en la de los niños; tampoco me preocupa; no creo que este lío de apodos vaya a dotar al gato de una personalidad escindida. Probablemente, un perro se sienta más apegado a su nombre, aunque tampoco de esto estoy seguro. De pronto, nos acordamos de la banda de psicólogos insistiendo en que repitamos a menudo el nombre de nuestro interlocutor, que miremos a sus ojos -en mi caso, sería al hocico- para que este afloje, baje la guardia y se derrita. Reconozco que suele funcionar. Pero es que no buscamos de las personas lo mismo que buscamos en Henry, o en la que fue mi perra.
Paradójicamente, el primer indicio de que existe confianza entre personas, en la intimidad, es que el nombre que nos pusieron nuestros padres no sirve; tal vez lo obtuviéramos en el registro civil, tras mucho batallar. Da lo mismo. Para quien nos ama, no sirve en absoluto.
Requerí ayuda de Likal. Además de charlar por teléfono, me envió un correo. Tiene cuarenta años y lleva conviviendo con gatos desde los once. «Si el amo muere, un perro velará su cadáver hasta que la inanición y la tristeza se lleven también el alma fiel del pobre animal; un gato, ante tal coyuntura, devorará el cuerpo del difunto humano tan pronto este exhale su último aliento -si no antes-.» Mi amigo los adora, suspira por convertirse en pienso para gatos.
Ayer vi otro documental que resaltaba el instinto cazador del gato y su proverbial crueldad. En Nueva Zelanda, dice la voz en off, apenas hay depredadores naturales. Entonces, sale una pareja de pájaros incautos que incuba unos hermosos huevos blanquísimos en una playa de arena oscura. Esta especie se encuentra protegida y goza de las atenciones de un grupo de estudiosos que observa alarmado cómo merma la población, al desaparecer una gran cantidad de huevos cada noche. Hasta que instalaron unos infrarrojos; había un gato bandido, descendiente de los que llegaron en barco de la Europa de hace un siglo, haciendo de las suyas. El comentarista hablaba de «estropicio macabro» porque el gato se comía solo la cabeza y dejaba el resto.
Luego cambiaron de continente y apareció Maisie. Esta era una gata fondona de lo rural inglés. ¿Sabes lo que hizo Maisie el último verano?, ¿ves esa casa de campo con estanques, pajaritos, setos, conejos y ratas? Por mucho que una pareja de jubilados la alimentara dos veces al día con un pienso sublime y la pensionaran, pese a su cuna mullida y a que Maisie podía holgar a su antojo, sin embargo, al caer la noche, impelida por su instinto, la gata salía a cazar al jardín. Era otra clase de instinto el que le llevaba a la dueña a abrir su congelador, y mostrarnos pormenorizadamente el producto de las correrías de Maisie durante la última semana. Y por supuesto, estaba el instinto del que filmaba y nos lo contaba todo en un tono más o menos horrorizado. Mientras, la gata, subida en la alacena, se frotaba contra su dueña. Sobre la encimera, un par de docenas de cadáveres menudos envueltos en papel de celofán, inventariados con su correspondiente pegatina. No sé qué tipo de récord veraniego ostentaba Maisie; algo así como el de la gata más mortífera de pajarillos, ratones y conejos del condado de Devon, incluso del Sur de Inglaterra. La señora confesaba mirando a cámara que no sabía si sentirse orgullosa o espeluznada. Apostaría que se inclinaba por el orgullo. Se lo vi en la boca, soy un moderado experto interpretando bocas.
Frente al amor comunista del perro, que desafía la utopía y se convierte en una más que plausible versión del cielo en la tierra, convivir con un gato podría significar lo contrario: tomar en consideración nuestras propias faltas y vicios, como pudieran ser el egoísmo, la molicie, el ensimismamiento. Y es que no siempre somos serviciales, bonachones, o desprendidos, como tantos perros. Mientras lo vamos aceptando de nosotros, Henry pasea encima de nuestra mesa escritorio, ajeno. Nosotros nos deterioramos de minuto en minuto, incluso moralmente; él luce bello, elástico. Además, lleva consigo ese aire contemplativo, y nos preguntamos qué ha visto, qué ha alcanzado; qué tiene que nosotros no tenemos, en definitiva. Con él, en vez de certezas, nos entran dudas. Nos inclinamos a pensar que sí, que nos quiere, mientras nosotros le deseamos. Dame esa cosa que no tengo, déjame vivir junto a ti por si se me pega. ¿Verdad que me quieres, minino? No somos iguales, nunca lo seremos.
Podría suceder que un amo displicente mostrase aburrimiento de lo bueno, y se cansase de la lealtad perruna. Sería esta una suerte de perversión. Se ven cosas parecidas en el amor entre humanos. Esto no ocurre con los gatos. Deseas tocarle, hacerlo tuyo. Gatuni, probarás mi mano larga y nervuda, sabré ser paciente; perseguiré tu ronroneo y una vez alcanzado, no me detendré y te seguiré dando más y más gusto; veremos entonces qué pasa. A mí, cuánto me gusta que te guste. Me acuerdo de mi perra; yo no hacía más que intensificar esos amores para, así, descubrir algo juntos. Ahora sé lo que hicimos: no solo crear un vínculo, sino vivir en él. Aún procuro practicar esto mismo con algún otro ser de los que me rodean; pero relajado. Sin embargo, cuando llega mi hijo a la habitación, a la butaca, me aparta impaciente y me quita al gato de encima. Le pido por favor que no arranque a Henry de mis brazos, que se espere. «Vale, papá.» Un instante después, es todo suyo. Pero ten cuidado, le digo. Da gusto ver a los niños; cómo le tocan, las voces que ponen, cómo le buscan. Todo eso viene de su casa. Su casa somos nosotros. Están aprendiendo a tocar, y a proteger; a dar y a recibir placer. Alguna vez, Henry se marcha molesto; ha tenido suficiente. No pasa nada, al gato le tiene que apetecer. No vale con atraparle, con imponerte. Ahora ha vuelto para que le acaricies, ya está ronroneando. Por otra parte, León nos viene contando muy serio desde los dos años que antes de conocernos, estuvo viviendo en otra casa con una familia de gatitos. Los dos hermanos se irán haciendo cargo de Henry, vamos a aprender muchas cosas. En el amor, si acaso, dar más que recibir. Aún no me atrevo a decírselo.
Cuando Montaigne jugaba con su gato en la biblioteca del torreón, se preguntaba quién jugaba con quién. Subo a Henry a la colcha y azuzo su instinto de cazador. Convoco sus destrezas jugando al péndulo con un calcetín; se agazapa excitado; ataca y retrocede. Jugar es imaginar, ir más lejos. ¿Cuándo parar? Luego, esto también es juego, volvemos al sosiego. Es bello y terrible adivinar las posibilidades de un gato, igual que las posibilidades de un humano.
Aseguran en el documental que los gatos no ven bien las letras. Por alguna razón, me tranquiliza saber que el gato no es capaz de leer. Quizá él no lo necesite. Si yo tuviera esa capacidad de observar con esas “prunelles mystiques”, que dijo Baudelaire, y luego entornase los ojos, y acaso meditase, hasta desviarme hasta la modorra… En cambio, yo, que me sé pasto de la muerte, leo, cada vez más miope, y apenas entiendo lo que leo, y tampoco sé de meditación, ni de poner la mente en blanco; esto último, ni siquiera me lo permito.
De vez en cuando, se arrima a la pantalla. Busca el calor que desprende el aparato, sienta su culo sobre las teclas. Así completa los textos a su manera. Tiene Henry algo de animal tecnológico, frío y elegante, de reclamo publicitario de Apple.
De pronto, echo de menos el lengüetazo del perro, su refrendo absoluto. Gatete rezuma narcisismo, ingratitud y galbana. Pero en solo unos días, siento que me muevo por la casa con más cuidado. Nos hace más delicados, y es posible que nos ayude a sobrellevar nuestro egoísmo sin culpa, a la vez que enaltece la independencia, y su ejercicio. Por otro lado, con el gato, como con los niños, el juego siempre anda cerca.
Esto hay que aclararlo. Si me despertase en un mundo solo de perros y de gatos, echaría de menos a mis semejantes. Porque me gusta también peinarlos, jugar con ellos, acariciarlos; a algunos, me gusta olerles y marcarlos; o salir juntos de paseo; comparto con ellos la palabra y, sobre todo, la duda, que nos humaniza.
Al contrario que nuestros hijos, descansa saber que el gato Henry no se va a insertar en la sociedad; para él no hay «un día de mañana». Sole y yo, tumbados sobre la cama, le miramos jugar en la penumbra, dar saltos. Es como si depositásemos en él nuestro cansancio, y el gato lo reciclara para nosotros. Echa a correr; de pronto, se detiene en medio de su carrera, no sabemos si fascinado o escéptico. Sole y yo descansamos. Mirar a otros para no mirarse a uno mismo.
Es un tío elegante, y eso nos obliga a todos en casa. Nos vendrá bien, estábamos descuidándonos. El discurso sobre la delicadeza no acababa de cuajar del todo en Álvaro y León, y ahora, gracias a Henry, toma forma.
Se me olvidaba. Tiene los ojos azules y es de pelaje blanco, salvo las orejas y la cola, rayadas y ligeramente horneadas, del color de la costra de la crema catalana.
IÑIGO LARROQUE